Las nuevas tiranías

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Recuerdo que, apenas declarada la pandemia, un día me encontré alineado en la fila de cajas registradoras de un supermercado de cadena, para hacerme con víveres; en esas, le pedí a un joven, ante su evidente y excesiva cercanía, que se alejara.
Quizás porque fui a un colegio masculino, me salió de la nada aquella solicitud de distancia que a ninguno ponía a llorar en primaria, relativa a la medida guardada en las formaciones de rezos de la mañana. Al requerir a este inconsciente que se moviera hacia atrás (¿había que explicar por qué?) recibí una respuesta de lástima suya, mientras igual retrocedía, que me hizo pensar en una sociedad grotesca, secuestrada por gente como él, débil a la vez que manipuladora; cosa que produce espanto.

Balbució que yo no tenía empatía (?), mientras se acomodaba las botellas de aguardiente y cerveza que se le caían de las manos, y que se disponía –supongo- a pagar. No le contesté, ya que sus ojos vidriosos, de la borrachera o de la alucinación, me indicaron que me encontraba hablando solo, frente a un individuo recitador de un discursete vomitado por ahí según el cual no concederle privilegios, o simplemente exigirle que siga las normas sanitarias, cuestión que a todo el mundo le toca, constituye, vea usted, una merma de la condición humana de su interlocutor. Como si el deber ciudadano no fuera sino anatema para la camada de avispados buenistas que ahora osa definir, por sí y ante sí, y sin matices, un dudoso ideal colectivo. ¿Solo pronunciar la palabrita de marras (“empatía”) permite al emisor ubicarse escalones arriba respecto del receptor del mensaje?: ¿la etiqueta por fin superó al contenido del envase? Vaya incontestable estupidez.

En estas semanas de paros, marchas, manifestaciones y disturbios, no son pocos los que intentan ganar de mano en la situación planteada significándose empáticos ante aquellos que se atreven a callar. Hasta un futbolista, el argentino Gonzalo Bergessio, capitán del Club Nacional de Montevideo, del que pensaba mejor, presentó una ridícula (afeminada, decíamos en tiempos menos “empáticos”) queja frente al referí del partido contra el Atlético Nacional de Medellín, por la Copa Libertadores; y, así, se dolía de que el equipo colombiano (cuadro al que, Dios lo sabe, le deseo la derrota siempre) no fuera, de acuerdo con su criterio, sí, cómo no: empático. Maldita sea: será que ya no es futbolista, oficio violento donde los haya, sino bailarín de balé. Bergessio, imitador de algunos pontífices de las izquierdas dizque empáticas, devino asimismo oportunista que buscó pescar para sí superioridad moral, ardid con que se atraen réditos, de Internet u otros.

Que alguien sea llamado carente de empatía, o antipático –su antónimo-, es irrelevante; debe ser suficiente que no traspase la ley, compromiso real con la sociedad. Pues nadie puede obligar a su par a que sea de ninguna manera; tal acoso hipócrita, a más de verdadera deslealtad, podría incluso juzgarse en tanto que conducta punible, valga decirlo. Por lo demás, es entendible en parte por qué no se concretan ciertas propuestas de cambio social: si el argumento central usado es que a los ricos les falta empatía con los pobres, ¿dónde quedó la seriedad? Una sociedad estable y sólida no se construye sobre consideraciones morales, sino jurídicas, como la de justicia, verdad que aún no deja de ser lo que ha sido. El debate en Colombia es, todavía, infantil.