Las guerras no tan internas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



En sus mejores horas, Colombia supo brindar moral en solitario al Paraguay durante la Guerra de la Triple Alianza (el Imperio del Brasil, la República Argentina y la República Oriental del Uruguay contra los soldados del combativo mariscal Solano López), que tuvo ocurrencia entre 1864 y 1870, y que casi aniquiló a la población masculina de aquel país mediterráneo, le cercenó gran parte de su antiguo territorio, y, por desatinado que pueda sonar, forzó a los restos del Estado paraguayo a incentivar que los adolescentes varones embarazaran a la mayor cantidad de mujeres posible con el fin de repoblar a la nación y así evitar el exterminio total.
Los políticos colombianos responsables del apoyo diplomático a un pueblo masacrado, tal vez superiores en testosterona a los de hoy, se negaron a rendir pleitesía a los imperialismos brasileño y británico (este, la mano negra en Argentina y Uruguay), y se pararon firmes cara a la injusticia cometida.

Sin embargo, acaso sea requerida mayor precisión en la asignación de méritos en este asunto, ya que, como era de esperarse, no fue Colombia entera la que se comportó con esa dignidad tan infrecuente, sino, en realidad, el Partido Liberal, el de Tomás Cipriano de Mosquera, Santos Acosta, Santos Gutiérrez y Eustorgio Salgar, estadistas en el poder, y que, para los godos que ya no hay, quizás sea apropiado llamar gestores de “la degeneración nacional”; decadencia a no dudar atajada, dirían ellos, desde 1880, cuando asumió el mando el cartagenero Rafael Núñez, amante de duelos y poesías por igual. Para salvar acusación de sectarismo, recalco aquí que el Partido Conservador también participó en su propio conflicto multilateral, este sí del todo ajeno, la Guerra de Corea. Eso pasó en 1950, cuando el presidente de la República, que era Laureano Gómez (viejo barra brava de Adolfo Hitler), decidió meter baza a balazos en la Guerra Fría mediante el despliegue del feroz Batallón Colombia. Nos quieren los surcoreanos, comentan.

Ahora está sobre la mesa la cuestión venezolana, que es, digamos, guerra no declarada, o quién sabe si una por declararse en Washington. El 1 de marzo pasado el Gobierno expidió el decreto reglamentario 216 de 2021, de la “protección” de migrantes venezolanos, basándose en “la crisis política, social y económica” de Venezuela, como si entre nosotros tales palabras resultaran extrañas; o, peor aún, como si este establecimiento estuviera en capacidad de ilustrar a nadie en materias de estabilidad y progreso. Por lo demás, el decreto, firmado por la canciller, está fundado en el artículo 189 constitucional, numeral 2º, desde el disimulable exotismo de que su promulgación representa una acción de dirección presidencial de las relaciones internacionales.

No comparto esta posición acomodaticia. Pues si el Gobierno aplicara sistemáticamente la Constitución Política –tal es su deber- habría desarrollado en el articulado del acto administrativo referido el mandato del artículo 9º superior; es decir, la necesidad de que las relaciones exteriores del Estado estén fundamentadas, entre otros principios de derecho internacional, en el de la autodeterminación de los pueblos, precepto negado en Colombia a Venezuela, una y otra vez, en la práctica. Algo peligroso. El decreto 216 no es sino una reglamentación con viso de legalidad respecto del derecho internacional, ciertamente una invasión light a otro país. Algo muy peligroso.