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Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Siempre vi en la redacción contractual la construcción espontánea de historias desde el vacío, de la que fácilmente florecen tramas, personajes, y, especialmente, atmósferas. De ahí que haya creído tranquilo en la siguiente obviedad, no por tonta menos digna de escribirse.
Si a alguno ya se le ha ocurrido, y extrañaría que no, relatar hechos ficticios a la manera de un sumario judicial (el que no crea esto posible que lea algunas causas penales), con esas narraciones minuciosas tan insólitas, no pocas de ellas forzosamente escatológicas o vulgares, a algún otro quizás debería venírsele a las mientes, y ejecutar, la “forma literaria negocial”: contar una fábula valiéndose del espacio permitido en las juntas de un frío contenido clausular. Éxito asegurado.

Alcanzar el estadio de la obligatoriedad mutua es cuestión de intereses personales. Existe a menudo cierta necesidad compartida entre, usualmente, individuos que no se conocen; los que, merced a la vida comercial, o simplemente a la vida, se ven obligados a civilizarse, y a resignarse a aceptar que no todo lo pueden solos. “Ubi societas, ibi ius”, decían los viejos romanos: donde hay sociedad, hay derecho. Y, corolario: donde hay sociedad, hay conflicto. Justamente, para evitar las confrontaciones se inventaron los contratos, no al revés, no para alimentarlos; de lo que es fácil pensar que, estando las voluntades bien descritas en aquellos, no tendría que haber litigios luego. Mas los hay, es un sobreentendido. De dicha ironía me acordé la otra vez, cuando, tarde en una noche libre de cuarentena, mientras trabajaba en soledad, escuché en la radio de Internet una leyenda de las que tornan las vigilias más frías, silentes y medianamente siniestras.

A finales del siglo XIX, un catalán de unos treinta años, Martín Busca Vilanova, había llegado a Chile a probar suerte. Pero, instalado en Valparaíso, cerca al Pacífico, a este amigo la tal suerte nada que le sonreía, igual que en España. Parece que el inmigrado apenas podía sobrevivir con lo que ganaba en el rebusque callejero, y que, de su pobreza, fe daban en la pequeña ciudad puerto. Por ello, muchos se sorprendieron al de repente verlo andar de ropas finas ejercitando su ahora liberal mano con los carentes de fortuna. Algo debía de haberle acontecido súbitamente, algo raro. Sí, eso mismo: tenía que ser un pacto con el Diablo. Aquel era el comentario general.

Al rozar la setentena, don Martín recordó que su buen pasar habría de terminar eventualmente, y que, entonces, lo llamarían a honrar el compromiso adquirido. Sí, ese mismo, no eran habladurías: pagarle con el alma al Diablo. Sin embargo, es factible que el Príncipe de las Tinieblas aún culpe a su abogado de confianza por la confusión que Busca le infligió con palabras, a él, el gran confundidor; pues en estrados infernales dizque se estableció que en el instrumento convencional firmado (?) fue fijado el requisito de que el espíritu en juego solo fuera del Benefactor si, caído muerto, los huesos del Beneficiado tocaban la tierra, cosa que todavía no ha pasado. La tumba elevada de cámara en que descansa Martín posee cuatro como zarpas de león, ubicadas en los ángulos, y todas tienen seis dedos que impiden el roce de sus restos con el suelo. Así que la poética condición no se dio; y, de cumplirse, acaso el alma ofrecida no siga allí, en caso de haber estado. Nunca debe olvidarse que la letra menuda se lee lentamente.