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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM

A menos de una hora contada al iniciar los lindes de la capital del país, en dirección noroccidente, un viajero desprevenido podría hallarse de repente, con inocencia, rodeado de materia similar a la ausencia de ruido, en una geografía alrededor de la cual el silencio pugna por no dejar de brotar a partir los ecos cavernosos de la historia: la majestad del tiempo.
Tal que si se tratara de un terco ejercicio de repetición, los elementos dispersos en dicho escenario parecen dispuestos igual que mil siglos antes. Cerca de allí, en la pequeña ciudad de postres y clima de temple que domina el santuario, Facatativá, a nadie importan los visitantes que han ido a ver lo que otros furtivos dejaron luego de la moda de andar a verificar la existencia de guacas, hace tres o cuatro décadas. Se trata de las Piedras del Tunjo, uno de los nombres en castellano a, sépase, un enclave arqueológico colombiano en toda regla, a pesar de la increíble desidia estatal.

No digo cosa nueva: en Colombia se ignora (ignorar de no saber e ignorar de ser indiferente, ambas acepciones) aquello que a lo mejor haría el interés de estudiosos profesionales venidos de otras sociedades –o épocas-, a causa del alcance que la mano tendría sobre unas giganteas rocas y los dibujitos de tinta bermeja verdaderamente indeleble en ellas, ahí, al lado de calles, gentes y hasta de centinelas militares. Acaso merced al último dato habrá pocos controles dentro de este parque nacional; o tal vez ello sea de ese modo porque se asume que, debido a que a los del pueblo les tiene sin cuidado que vengan de Bogotá, o demás núcleos, a otear lo que ellos conocen tan bien como es dable conocer algo a medias, no vale la pena pedir ajuste ninguno.

Los bocetos rupestres que compiten artísticamente con los de las famosas cuevas europeas, la leyenda del diablo soplando a esas peñas por los aires desde Tunja, el seductor misterio de un lugar puede que santo en el corazón de algunos, hicieron en su momento, y de sobra, modesto trabajo de atracción turística. Quedan las migajas, los recuerdos en las caras de los hijos de los hijos de los primeros entusiasmados. Y también pervive cierta extrañeza, quizás una inquietud que el desorientado que visita se va a llevar en la memoria, si no es del todo alguien pragmático. En una de las vetas aplanadas, hacia el epicentro de la ciudadela lítica, se han guarecido varios rostros de políticos coloreados mediante no sé qué técnica de 1915, que nada mala será si ciento cinco años después es aún clara la efigie de dos de los tótems liberales, Santander y Uribe Uribe.

Sumido en dicha contemplación se perdería el que así lo quisiere en elucubraciones acerca del origen y los fines reales de aquel encargo pictórico, hecho durante pleno medio siglo de dominio conservador, y apenas un año más tarde del asesinato del líder liberal antioqueño. Sin dudas, una incitación, a solo un kilómetro y pico de la Plaza Mayor de Faca. En vista de que las pinturas de los rojos ponen a pensar en los desquites violentos que debieron de calcularse, y que, no obstante, no se dieron (esos retratos superan en nitidez al de Iván Duque en la Casa de Nariño), sería fácil obviar el indicio de que el pintor recibió la orden de su mandante en términos de usar de paño una de las piedras en que los muiscas justo habían dejado huella de haber vivido a través de sus enigmáticos pictogramas. Quién teoriza por qué o para qué –y si eso importa-.

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