Una casa de dulce

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Todavía faltaban veinte años para que llegara la mañana del 16 de septiembre de 1810 y el cura Miguel Hidalgo y otros patriotas pegaran el simbólico Grito de Dolores, allá en Guanajuato, con lo que empezó el largo proceso de la Independencia de México, que terminaría poco más de dos lustros después. Era 1790 y apenas unos meses antes había estallado en Europa aquello que sería acaso el penúltimo parteaguas en la historia de Occidente: la Revolución francesa. Entonces la vida seguía siendo muy hispánica en estas orillas del mar; ciertamente, ahí, en la Nueva España, es decir, en México, florecía sin dar respiro a los nativos cobrizos una ciudad especial, destacada inicialmente merced a su conveniente situación geográfica intermedia entre Veracruz, el fundamental puerto sobre el océano Atlántico, y la centrada capital del Virreinato, la Ciudad de México. Tal población de los equilibrios se conocía como Puebla de Zaragoza. 

Sin embargo, no solo por razones prácticas hizo fama la –primero- denominada Puebla de los Ángeles (debido al diseño seráfico que se le atribuía), conglomerado posado sobre un valle adornado a lo lejos por tres silentes volcanes. Quizás haya sido por su clima diríase suave, la relativa cercanía al mar, o a causa del designio de los cielos mencionado arriba (que hacía que a la localidad se la llamara además Angelópolis), pero a los españoles decisores se les ocurrió estratégicamente que, allí, cerca de la vieja Tenochtitlán, y al tiempo próximos a una salida naval, a mitad de camino entre cualesquiera partes, y, sobre todo, a resguardo de indios de los que se desconfiaba por la demasía de su número, se podría ser feliz. Puebla se consideraba tierra de descanso y recogimiento, donde era dable vivir con tranquilidad en medio de iguales peninsulares, o, al menos, iguales de raza que superaban en cantidad al enemigo invadido.

A esta villa concebida a la española había venido a hacer la América, desde alguna nacionalidad del Reino, no hay certeza de qué día de finales del siglo XVIII, el maestro herrero don Juan Ignacio Morales. En dicho 1790, cuando restaban setenta y dos años aún para que la República Mexicana ganara la primera batalla contra un ejército fuereño (el francés), en la misma Puebla, y a falta de un siglo y dos décadas para que, también en esa comarca predestinada, los corajudos hermanos Serdán resolvieran matarse a balazos con la policía de la dictadura porfirista, don Ignacio instauró con sus actos una leyenda de amores caprichosos que perdura hoy, quién sabe si para probarse enérgico y risueño, o, en verdad, nomás lidiar mejor con la peor de las derrotas.

Se supone que el mozo Morales fue hecho presa del ensalmo que una poblana de nombre simple Ana le prodigó. Dicen que, a fuerza de insistencias, el extranjero había logrado que la rebelde bella criolla se prometiera en matrimonio a él; y cuentan, no sin pena ni gracia, que, para descorazonarlo y divertirse, a la novia obligada luego le dio por sobreponerle una rara condición: obsequiarla, por la boda, con una casa “de alfeñique, blanca, delicada, como para el recreo de una vestal”. Si no existía casita de dulce para ella, pues no habría casorio. La tradición es sabida: don Ignacio no solo mandó erigir la casona rococó de esquina que parece confitura (y se quedó con su malcriada), sino que pasó a la posteridad por hacerse el hombre más paciente del mundo.



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