Esclavitudes

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Aunque no era la primera vez que La Española (poblada por Haití, en el occidente, y, por la República Dominicana, en los dos tercios orientales) sufría un terremoto, el de hace una década ha sido a no dudar el más calamitoso de los allí registrados en términos de muertos, heridos y damnificados.
Una especie de cuota inicial del fin del mundo. Muy a pesar de que hace diez años no existía la actual difusión constante de información, recuerdo bien el bisbiseo que se extendió en esos momentos en los que debió prevalecer la solidaridad, según el cual la desgracia enviada en forma de sismo a la isla había sido un castigo divino por la práctica reiterada y generalizada del vudú y demás “malas artes de brujería”. Había, pues, mucha cháchara y poca ayuda.
De nada valía, para los que tal pensaban, que Haití fuera, en realidad, igual que cualquiera otra nación de esta franja del planeta, una sociedad formada en su mayoría por cristianos tan viejos como los franceses que por allí habían estado rezando en la mañana y matando por la tarde, durante épocas en las que ello era normal (dicen los civilizadores). Más allá de todo, debe reconocerse que, si bien suelen ser molestas las generalizaciones, en el caso haitiano hay poca defensa técnica: hasta el propio doctor en medicina François Duvalier, presidente y dictador del país durante siete y siete años, respectivamente –misteriosamente-, era conocido entre la población por ser afecto a la variante conectada con la magia negra de una de las religiones más antiguas de la humanidad, el vudú de África, que en Haití primero fue blasfemia y luego cultura.
Sí: Papa Doc no se andaba con vueltas a la hora de mantener y extender su poder. Así que su sabido culto a los espíritus bien pudo ser, tanto una legítima invocación del demonio, como una pose ideológica para mostrarse reivindicativo respecto de la preeminencia religiosa africana por sobre las ínfulas de mulatos, y de uno que otro blanco, que eran residuo de la época colonial. No habría sido raro esto último, ya que el mismo argumento fue luego usado por Duvalier para validar la marcha de sus paramilitares, los Tonton Macoutes, es decir, los Hombres del Saco: individuos pintorescos que, ataviados con ridícula impedimenta que incluía gafas de sol, fusiles sin aceitar, a veces caretas siniestras, y claro: un saco vudú, lograron probar que no eran ningunos tontos danzantes, y sí, “para defender al Negro”, eficaces asesinos políticos. Solo rendían cuentas a Papa Doc, y, después, a Baby Doc, Jean-Claude Duvalier, el hijo de aquel y su heredero.
Nadie puede saber en rigor cuántas víctimas dejaron los Macoutes durante casi tres décadas de represión, pero es posible que algún haitiano los haya extrañado cuando se hizo evidente que ciertos Cascos Azules de las Naciones Unidas (que habían ido a socorrer a la isla por el terremoto) aprovecharon su situación para abusar de jóvenes muertos de hambre a través del infame intercambio de comida humanitaria por sexo maldito. Dichos soldados de las Fuerzas de Paz de la ONU (argentinos, uruguayos, brasileños, chilenos, entre otras nacionalidades manchadas) no han sido procesados en sus países de origen. Y ahí están las madres y los hijos resultantes, al lado de los –hoy- hombres violados; ahí sigue Haití, todavía hecha un desastre, como si el siniestro hubiera sido anoche… Como si, en pleno mar Caribe, nada pudiera florecer.