Cambios de régimen

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM

Resultó entretenido someterme a cierta terapia de cuatro horas (con un providencial intermedio de cinco minutos) consistente en presenciar la proyección remozada y a color de una estupenda película, ejemplo de ambición, que este año cumple ochenta años desde su estreno.
Lo que el viento se llevó, basada en la novela homónima de Margaret Mitchell (quien se tomó casi diez años en componer tamaña historia), constituye el legible testamento tardío de toda una nación -el Viejo Sur de los Estados Unidos-, que, cicatrizada su derrota en la Guerra de Secesión, quizás acabó por entender, a partir de la rápida digestión de dicha obra literaria (y setenta años después de los hechos), que su extravío místico por los territorios de la invencibilidad imaginaria pudo ser parte de la determinante de su destrucción violenta a manos de sus vecinos yanquis, rivales fríos, pragmáticos y realistas, menos sentimentales, nada ceremoniosos…, y, con ello, es posible que más astutos.

Mientras veía este filme pensaba en universos paralelos. Divagaba, mayormente, acerca de la gran posibilidad que se habría abierto para América Latina de haberse evitado el eclipse de su destino si el país del Norte no hubiera existido, unido y fuerte como es (en gran parte, debido a la apuesta del sureño renegado Abraham Lincoln), y, en su lugar, hubiéramos tenido que lidiar con dos, tres o hasta cuatro estados nacidos de la pretendida división y derivados de algunos sucedidos políticos ulteriores acaso previsibles. Sin embargo, lo que me pareció entonces realmente interesante fue intentar descifrar el significado oculto de la situación representada en la pantalla, de cuando una sociedad esclavista y vidriosa (rígida y frágil al tiempo) se negaba a recular y, a merced de sí misma, se mostró dispuesta a ir a una guerra perdida y, así, a ser invalidada por las armas, tal que, en efecto, sucedió.

En esos instantes de expectación, quise hacerme con la razón fundamental que la brillante escritora Margaret Mitchell, el director Victor Fleming, o incluso los protagonistas Clark Gable y Vivien Leigh, habrían podido encontrar dentro de sí para evidenciar tan bien como lo hicieron la falsa conciencia de superioridad de unos seres humanos respecto de otros.

Y yo hablo libremente de supremacismo (racial, intelectual, moral, religioso, etc.) porque eso es lo que, eufemismos aparte, subyace en todo tipo de segregación; que es algo que, a su vez, cimenta la erección de inmensos monumentos jurídicos a la desigualdad (la palabrita de moda en el subcontinente suramericano: el mote del miedo). Pues siempre que se habla de desigualdad, en realidad, bajo la superficie, de lo que se trata es del efecto de la ciega superposición de los derechos de estos por encima de los de aquellos, y no de su opuesto artificioso, es decir, del fárrago engañabobos que se oye tanto, referente a que las reglas del juego social una vez establecidas ya no se pueden modificar, por los siglos de los siglos.

La convulsión suele emboscar a los pueblos presos de este delirio: el de las normas pétreas (escritas o no), el de la “seguridad jurídica” de conveniencia selectiva, el de las leyes hechas a la medida, el del sistema económico que fuerza a socializar las pérdidas del gran capital y no sus utilidades.