La patria

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Francisco de Paula Santander era uno de los pocos patriotas de formación jurídica, con lo que ello implicaba en términos de humanismo en una época de poca ilustración, en general, y acaso cuando los menos ilustrados eran los que vivían en los ámbitos militares de la guerra contra España.

Al darse el Grito de Independencia, en 1810, Santander tenía apenas dieciocho años, diez menos que Simón Bolívar, pero no dudó en dejar las aulas de Derecho en la Universidad Santo Tomás de Santa Fe de Bogotá, para ingresar como recluta voluntario, no como soldado raso, en las cuestiones bélicas que por aquel entonces sucedían por aquí. A no dudar, entre 1810 y 1819 el nacido en la frontera con Venezuela debió de vivir muchas cosas en el campo de batalla, proceso de endurecimiento que poco que ver tenía con la legalidad, garantía a su vez de que la crueldad que todos tenemos dentro se mantenga a raya, subyugada por la razón.

Luego de obtenida la victoria sobre los españoles, en 1819, y tomada Santa Fe el 10 de agosto, después de la huida nada viril del virrey Juan Sámano (evento no por cobarde menos aplaudido por las europeístas élites santafereñas), Bolívar y otros “cabecillas”, como eran llamados, se encargaron de fundar el estado de cosas que hasta el día de hoy se mantiene entre nosotros, para bien o para mal. El Libertador fue el primero de nuestros presidentes, como es sabido, y en calidad de vicepresidente de las Provincias Libres de la Nueva Granada se nombró a su amigo Santander, el 11 de septiembre. El 20 de ese mes, el inquieto Bolívar salió para Angostura y dejó encargado del gobierno al Hombre de las Leyes. La configuración santanderista de nuestro sistema jurídico, y no solo judicial, empezó en ese momento, dicen algunos: la ley como instrumento de favorecimiento de intereses y pasiones particulares, comentan en voz baja.

Había pasado algo significativo antes de todo esto. Mientras se replegaba hacia Santa Fe para fortalecerse, el comandante general de la Tercera División del Ejército Realista, José María Barreiro, encargado de parar a los insurgentes que venían del llano, fue hecho prisionero junto con otros oficiales emboscados durante la sorpresiva Batalla de Boyacá. Los hombres de Santander y de José Antonio Anzoátegui habían terminado lo empezado a primeros de ese julio, y el 7 de agosto se consumó la derrota de la inexperiencia y la arrogancia juvenil de Barreiro, gaditano que estaba por cumplir veintiséis años. España pagaba caro no haber actuado con resolución en la sustitución del novato, y acaso el haber subestimado la fuerza de la revolución.

En Santa Fe, sin embargo, durante las semanas siguientes, Bolívar dio un trato digno, acorde con el derecho de la guerra, a Barreiro y a los demás prisioneros. Incluso se le permitían visitas femeninas al capturado comandante, que había dejado huella en la capital del Virreinato: le decían el Adonis de las mujeres. Pero Bolívar se fue, y, con él, los privilegios. Barreiro intentó hablar con Santander, y para ello le envió las pruebas de que ambos eran masones; este mandó decir: “La patria está por encima de la masonería”. El 10 de octubre llegó la venganza “patriótica”. Contra el parecer del Libertador, Santander ordenó fusilar a Barreiro, y a treinta y ocho cautivos más, en la Plaza Mayor, hoy Plaza de Bolívar. Los sepultaron en una fosa común cerca de allí.