Dos siglos

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La pregunta, seria y serena pero cargada de odio, empezó a ser pronunciada a través de la mención del apellido materno del traidor cuestionado, trémulo de un miedo tan vetusto como entonces lo era la presencia española en América. Vignoni.
De identificación completa Francisco Fernández Vignoni, canario converso en patriota venezolano, y después cobardemente vuelto a su estado original. En verdad, se trataba de un interrogante muy simple, que, sin embargo, no obtuvo respuesta inmediata, tal vez porque ambos hombres llevaban ya siete años sabiendo la única réplica posible. Momentos antes, Simón Bolívar había decidido a pasar revista a la oficialidad y a la soldadesca enemigas, hechas prisioneras después de la batalla ocurrida la víspera, en las adyacencias del pequeño Puente de Boyacá. De pronto, se detuvo al reconocer un rostro. Hizo traer a su dueño ante sí.

Era la fría mañana de Ventaquemada, el domingo 8 de agosto de 1819, y el Libertador debía tomar el camino real hacia Santa Fe de Bogotá a cobrar la victoria política definitiva, cuestión apremiante, pero seguro que había tiempo para esto, desde luego que sí. Después de demostrarle al tembleque capitán Vignoni que recordaba su nombre italiano, que no se había olvidado de Puerto Cabello, que no se había olvidado de nada, Bolívar procedió a levantar la voz como hablando solo, apenas lo suficiente para que los presentes lo oyeran, y a continuación formuló un acertijo de cuya contestación –pudo pensar el inquirido- acaso dependería lo que iba a suceder enseguida. Que qué viene para el que traiciona a su comandante, quiso saber, con otras palabras, el comandante traicionado. ¿Cabía inventarse algo ahora? Vignoni optó por jugar corto, a ver qué pasaba... La muerte –aceptó-.

A fines de junio de 1812, sin haber cumplido los veintinueve años, Simón Bolívar perdió a manos del enemigo el Castillo de San Felipe, en la playa de Puerto Cabello, y con él la confianza de Francisco de Miranda, el generalísimo. Aquel que se había batido a obús limpio en los campos europeos, que se había dedicado a ser amante de la zarina, y de quien se sospechaba tener sangre bereber, el mismo al que Bolívar y otros habían ido a sonsacar para que viniera y los salvara, solo tuvo frialdad para el joven aristócrata: frente a los pedidos de perdón de este, le susurró, sin misericordia, que, precisamente, situaciones como la de San Felipe permitían conocer a los hombres. El Libertador, sin duda en su peor época, posteriormente entregó a Miranda a los españoles, que lo recluyeron en una mazmorra peninsular hasta sus últimos días. A fe de que al de Ventaquemada no le iba a ir mejor.

Los presos realistas del Castillo de San Felipe habían hecho que en 1812 Francisco Fernández Vignoni, al comando transitorio de la guardia, los liberara, los apertrechara y les cediera el control de la fortaleza. Destrozado, Bolívar buscó en vano al padre ausente en carta a Miranda: “Mi general, mi espíritu se halla de tal modo abatido que no me hallo en ánimo de mandar un solo soldado; […]”. Humillaciones memorables. Una vez Vignoni admitió su culpa, se hizo innecesaria cualquier fórmula de juicio; de ahí que el Libertador ordenara su fusilamiento en el acto, pero sin pelotón, para no elevar a mártir a quien no tenía honor militar. Lo colgaron del alar de una casa que todavía está en pie y que hoy hace parte del turismo histórico de Boyacá. “Así deben morir todos los traidores”, fue la frase concluyente de Simón Bolívar antes de emprender la cabalgada a Santa Fe.


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