Superalimento secuestrado en un país hambriento

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Desde hace algún tiempo se dejó de lado a los “antioxidantes” como el gran descubrimiento alimentario y se habla ahora de los “superalimentos”.
Se les denomina así a determinados productos a los que se les asignan propiedades especiales, que van desde mejorar la nutrición, bajar de peso, mejorar la libido, retardar el envejecimiento y proteger contra enfermedades como la diabetes o el cáncer. Más que una definición científica, es un término comercial. De hecho, la Unión Europea prohibió esa denominación en los empaques, a menos que haya una demostración científica incuestionable. Sin embargo, la popularidad de estos alimentos sigue creciendo. Se calcula que, en el Reino Unido, más del 60% de la población los ha adquirido por creer en sus propiedades.

Goji, arándanos, quinua, chía, nopal, chocolate amargo y otros productos populares son materia de consumo por sus propiedades benéficas. La creciente tendencia a la alimentación sana encuentra un nicho importante en estos artículos, cada vez más populares. Es contradictorio que, mientras un porcentaje significativo de personas busca proteger su salud desde la alimentación, la obesidad y la desnutrición crecen a niveles de epidemia, lo mismo que la diabetes, las patologías cardiovasculares, el cáncer y otras enfermedades no transmisibles. Estos alimentos pueden ser preventivos siempre y cuando hagan parte de hábitos alimentarios sanos, pero jamás son curativos. No obstante, sí tienen valores nutricionales sorprendentes. “Nuestra comida debería ser nuestra medicina y nuestra medicina debería ser nuestra comida” decía Hipócrates”. Por ejemplo, la dieta mediterránea: ajo, aceite de oliva, vegetales, frutas, pocas carnes rojas, fibra, pescados y mariscos, y poco azúcar. No hay productos milagro, pero una alimentación adecuada ayuda muchísimo.

Recientemente tuve ocasión de conocer la comida etíope. La presentación típica consiste en una crepa de un color beige, esponjoso y algo agrio bastante grande llamado injera, colocada en una bandeja circular grande, sobre el cual se colocan pequeños montones de estofados de carnes, legumbres y granos diversos, lentejas especialmente. Se dice que los etíopes lo comen al menos una vez al día. Esa crepa se elabora con la harina de un cereal llamado tef, uno de los superalimentos recientemente descubiertos. Etiopía, país al que se le asocia con hambruna, tiene un precioso producto libre de gluten, rico en hierro, fibra y proteína. Es muy consumido en ese país y en su vecina Eritrea desde hace más de 2000 años, tanto en las chozas de barro como en los restaurantes más elegantes. Ese cereal es transformado en harina con la cual se prepara el injera. Se come con las manos, rompiendo la crepa en pedazos, y con el pedazo que queda en la mano derecha se recogen los alimentos, deliciosos por cierto.

Resulta que un avivato, apoyado en la complicidad o la ignorancia de las autoridades, patentó el tef, haciéndole un daño terrible a Etiopía y Eritrea, y tal vez al resto de la humanidad. Al agrónomo holandés Jans Roosjen, el Instituto Etíope de Conservación de la Biodiversidad, para estudio, conservación y desarrollo del cereal, le enviaron unas semillas de tef. La sorpresa para los etíopes fue que de manera insólita la Oficina Europea de Patentes le otorgó un registro a la compañía Health & Food Perfomance International. La empresa quebró pero Roosjen siguió comercializando el tef y sus productos. Gracias a una demanda, se declaró nula esa patente en los Países Bajos. No hubo apelación y venció el plazo para una contrademanda. Etiopía celebró esa gran noticia. Nunca nadie entendió por qué fue concedida una patente a un producto de la naturaleza. “Nuestros activos nacionales tienen que ser protegidos por los etíopes y por los amigos de Etiopía”, escribió el diplomático etíope Fitsum Arega.

En Occidente, sin embargo, para no hablar de Colombia, compañías como Monsanto se apropian del patrimonio natural, haciéndoles modificaciones genéticas que, si bien mejoran la productividad, impiden la reproducción natural, obligando al agricultor a matricularse eternamente con ese tipo de compañías, que solo buscan su beneficio económico, además del daño ecoambiental y el posible deterioro de la salud de los consumidores de esas deformaciones genéticas. La humanidad les importa un pito. ¿Habrá alguien Colombia capaz de impedir esas atrocidades con nuestro rico patrimonio biológico? Hay mucho que cuidar, o para los depredadores, mucho por entregar a cambio del respectivo CVY.