Las coloridas capas del ágata

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM

He estado leyendo El asesinato de Roger Ackroyd, novela negra de la legendaria inglesa Agatha Christie, publicada en 1926, y que lanzó al estrellato de las universales ventas multimillonarias a su autora. Ya había escrito doña Agatha varias obras del mismo corte, pero fue con esta última que revolucionó el género.
Ciertamente, ninguna de las anteriores le había valido el reconocimiento salvaje del público, que empezó en ese 1926, y que llega hasta el día de hoy, cuando se dice que la tranquila señora ha vendido más de un billón de copias de su trabajo en inglés, y otro tanto en los demás idiomas en que ha sido y sigue siendo divulgado. Parece la hazaña de alguien que hizo todo fácil. Mas no. Se trata de una mujer cuyo marido la abandonó por su amante en ese mismo año de 1926, hacia finales, hecho del cual se desprendieron dos teorías a partir del misterio que rodeó a los eventos subsecuentes. Nada ficto, todo real.

Por un lado, dicen sus admiradores –entre los que se me debe contar- que la traición conyugal fue tan dramática para Agatha, que la joven de treinta y seis años sufrió entonces una especie de colapso nervioso que la privó de su lúcida conciencia durante algunos días. Se comenta que la todavía reciente muerte de su madre, el exceso de trabajo intelectual (ignoro si por dar vida a El asesinato de Roger Ackroyd, pero, por la fecha de publicación de este libro, en junio de 1926, es dable que así haya sido), y el dolor causado a sus sentimientos amorosos, fueron los componentes de un terrible cóctel de licores deletéreos para la vida de la estupenda literata.

Es la idea más aceptada hoy, como también lo fue en aquella época, hace casi un siglo, que su desaparición se debió a dicha mezcla de circunstancias desestabilizadoras, pues finalmente se trataba de una escritora, concluyeron muchos, y, ¿qué son los escritores sin su extrema sensibilidad? ¿Acaso podría alguien urdir bien estas historias si la vida le pareciera encantadora siempre? La creatividad es hija de un sutil divorcio con el mundo: a las personas más duramente realistas no las lastiman tanto las cosas malas que pasan, pero quizás ellas tampoco se cuestionan demasiado acerca de nada. Agatha Christie apareció desorientada once días después en un hotel. Antes, su carro había sido encontrado sin ella, y así se temió lo peor. Cuando finalmente la hallaron, hubo alivio. Es entendible. Leer a Agatha Christie, quien llegaría a Dama del Imperio Británico, nos parece a tantos tan de provecho como lo sería airear los pulmones en la campiña brumosa: con crímenes, sí, pero descontaminada de vulgaridad.

Sin embargo, y a pesar del júbilo por su vuelta, este episodio claroscuro no terminó allí, pues no tardó en surgir una suposición que solo tomó forma con el tiempo. Una hipótesis elaborada por otra mente penetrante, tanto como la propia de la enigmática Agatha. Según se dijo, su repentina evaporación no fue sino un intento calculado, de parte de una mediana celebridad que se sabía querida por la gente, por montar una escena, como en una de sus novelas. Así, la esposa sufrida, que se ve superada por la desesperación, de repente no aguanta más y se mata. ¿Sobre quién recaerán las miradas? O, peor aún: ¿a quién podría llegarse a culpar, no de llevarla al suicidio, sino ya de asesinarla para así evitar el daño a su reputación? Pues al desleal que, estaba demostrado ya, no tiene reparos en causarle pena. Esto debió de ser, desde luego, nada más un desvarío de algún chismoso, de algún envidioso… ¿No es verdad?

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