Tráfico de empanadas

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Caminaba por aquella calle oscura y lúgubre esperando encontrar al traficante de empanadas a quien había contactado gracias a un amigo adicto a la peligrosa golosina.

La única pista entregada por el traficante era que pasara caminando despacio a la hora convenida por esa vía poco concurrida y estuviera atento al santo y seña convenidos por el celular sin identificación del cual me había llamado. Era de noche y la única luz provenía de un farol de luz amarillenta colgado de un viejo poste.

Estaba atemorizado pero se justificaba el riesgo. “Ese tipo vende las mejores empanadas de la ciudad”, me dijo aquel amigo adicto que las consume sin parar. La entrega es clandestina y siempre diferente. “Si te atrapa la policía, te clavan la multa más alta posible y te envían a una cárcel de alta seguridad por mucho tiempo: es un delito gravísimo. Preferible robar desde un cargo público; con suerte terminas rico y de embajador en un país importante”, me dijo el veterano empanadadicto. La prohibición había provocado un tráfico clandestino muy lucrativo. El consumo de empanadas se había disparado desde entonces a pesar del precio casi impagable y las autoridades no daban abasto en la persecución de los viciosos. Las cárceles, atiborradas, crearon pabellones especiales para recluir a tan peligrosos criminales. Los centros de tratamiento de la adicción a las empanadas no recibían a los viciosos del manjar por el peligro de que los profesionales que les atendían resultaran también enviciados. Los delitos menores como el asalto a bancos, narcotráfico y homicidio ya no constituían problema.

Repentinamente, se abre un poco la cortina de una ventana y alguien me muestra un celular encendido. Me acerco, intercambiamos las señales y entro. El traficante tenía el rostro cubierto. Le entrego el dinero convenido, que no es poco; lo cuenta y me entrega una caja acondicionada para evitar la salida de los aromas y la pérdida de temperatura: la empanada debe comerse caliente. Y es que no se pueden hacer empanadas en casa: el gobierno tiene una red de 800.000 informantes dispuestos a todo por la jugosa recompensa que ofrecen por la captura de quienes elaboren, vendan y consuman empanadas. Llevo la mercancía clandestina en un taxi. El conductor intenta conversar, pero evito la charla: no sé si pertenezca al cartel de los sapos y me denuncie. Me quedo lejos de casa para que el taxista no sepa donde vivo y camino siempre mirando a todos lados para estar seguro de que no me siguen. Como en la antigua URSS, temo hasta de mis vecinos de siempre. Al llegar, compartimos en familia el soberbio y clandestino manjar. Sendas empanadas de carne, ranchera, pipián, queso; el picante, en su punto. Valió la pena esa complicada aventura.

Desde entonces recibía la rutinaria llamada semanal del “amigo”, pero temía que la línea estuviera chuzada. Sin embargo, las claves parecían inocentes conversaciones entre compadres. Los puntos y horas de encuentro cambiaban cada vez: un carro en movimiento, el trasfondo de una tienda fachada o un callejón en el centro. Nunca conocí la identidad del personaje; tampoco me interesé en ello; sólo quería sus empanadas. Una vez fui citado debajo de un puente en horas de la noche; al recibir la caja de empanadas, repentinamente se encendieron muchas luces sobre mi rostro, apareció un escuadrón de policías con armas de combate y el “traficante” me apuntó con un arma: “Has caído en la trampa”, me dijo. Era un oficial de la policía del escuadrón antiempanadas, operaciones especiales. Fui detenido y llevado a la estación de policía. Allí me reseñaron y me formularon cargos por tráfico de empanadas, consumo ilícito de comidas clandestinas, concierto para delinquir y subversión. Me leyeron mis derechos y fui encerrado en una celda aislada de alta seguridad. Más tarde me llevaron a un recinto blindado para que confesara mis delitos, me declarara culpable y delatara a mis cómplices. Me declaré empanadadicto y conté toda la verdad. El oficial de policía me dijo que me levantaban los cargos, excepto el de subversión. Me levanté, caminé lentamente alrededor de la mesa mientras era observado y dije teatralmente. “Si consumir empanadas es ser subversivo, me declaro subversivo”. Enseguida, levanté mi puño derecho y mirando fijamente al oficial grité: “¡Viva la empanada!”.