Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Una de las cosas que se aprenden rápidamente como intérprete cotidiano de normas jurídicas es que el derecho es el producto de una gran paradoja.
Al menos el derecho en un Estado de derecho, es decir, cuando aquel da origen, sentido y organización al aparato de poder público (porque así lo ha acordado la sociedad). Esto no se configura mediante la opción opuesta: si fuera el Estado el que pariera al derecho, pues estaríamos en situación de una clásica dictadura en la que la ley arbitraria ya no sería garantía de las libertades de la gente. Por eso, la democracia liberal, más allá de todos sus matices negativos, se tiene como un mal menor. En virtud de ello, la incongruencia a que me refería empieza a tomar forma: la democracia, con la que tantas discrepancias tenemos, es, en el fondo, lo único que nos puede salvar de nosotros mismos, de la anarquía y de la violencia. Entonces, la ley, las instituciones, la estructura estatal, se hacen una especie de verdad humana que nos protege de los abusos y que nos permite ser libres.
En un Estado de derecho, la democracia también permite que los actores políticos encuentren una manera de entenderse y les den nacimiento a las necesarias leyes, a pesar –esto es fascinante- de que sus intereses particulares sean contrarios. He ahí al absurdo como matriz del derecho: la ley es el resultado de los arreglos que sobre sus diferencias tramitan los políticos. Aquellas no consisten, como lo encubren estos, en disonancias ideológicas, ni aun partidistas, sino en simples manías personales (no en cuanto a la compatibilidad de sus personas, sino, esencialmente, respecto de las ambiciones de cada cual). En este escenario, no es de extrañar que no pocas, sino muchas leyes de la República, sean el reflejo de esa pugna que tanto incentivamos con el debate social; y, a partir de ello, que las normas que se aprueben por el Legislativo no siempre se compadezcan con la realidad real, sino apenas con la realidad política.
Las consecuencias de lo anterior las pudimos ver con la aplicación –aleatoria, parece- de una partecita de la ley 1801 de 2016, o Código Nacional de Policía y Convivencia. Como es sabido, unos agentes de policía que patrullaban un sector de clase media de Bogotá se decidieron a ser adalides de la legalidad frente al caso de cierta venta sospechosa de empanadas y su anti-cardio clientela. La imposición de la comentada sanción económica por parte de los uniformados a los ciudadanos en cuestión se basó en la conducta tipificada como contravención en el artículo 140, numeral 6º, del Código de Policía: “Promover o facilitar el uso u ocupación del espacio público en violación de las normas y jurisprudencia constitucional vigente”. Es decir, de pronto, para el Estado, el asunto del espacio público se volvió trascendental, al punto de que ahora la Policía Nacional precisa controlar los abusos en su contra usando del talonario de multas.
En lo que me corresponde, difícilmente podría estar en contra de nada que tenga que ver con el orden, ideal al que Colombia debe aspirar. No obstante, en este caso, claro que cabe hacerse algunas preguntas, especialmente a partir de la siguiente: ¿tomó en cuenta el Legislador que estamos en Cundinamarca y no en Dinamarca, como dice el flojo chiste de abogados? Y, así: ¿vamos a volvernos una sociedad legalista de la noche a la mañana, por la fuerza, al capricho de los ejecutores de la ley? Y, más importante: ¿las leyes que regulan al Dane consideran empleo formal al informal de los fritos para medir nuestro desempleo de “un solo dígito”?