Un asunto de legitimidad

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Son cuando menos curiosas tanto las diferencias, como las similitudes, que las relaciones internacionales entre los Estados ofrecen, dependiendo del cristal de interés con que se miren.
Fidel Castro, por ejemplo, se autoproclamaba “internacionalista” en una época, la suya, en la que la última globalización (y sus tecnologías de la comunicación) no había llegado todavía, y en la que “la solidaridad entre los pueblos” era una especie de antídoto contra el imperialismo (para Fidel, el yanqui, entiéndase, no el soviético que lo apoyaba). Por su parte, en la derecha, si bien el asunto de la globalización ha sido más bien una cuestión de mercados (imperialismo moderno, diríamos), no es menos cierto que simultáneamente han intentado apoderarse del discurso de los derechos humanos, quizás para así validar sus intervenciones, también internacionalistas (como las de Fidel), en todas las partes del mundo donde tuvieron cabida.

Es decir, ambos extremos ideológicos, y sus respectivos aparatos de poder, derecha e izquierda, han pretendido expandirse allí donde hubo y sigue habiendo gobiernos satélites que se lo permitieron, y se lo patrocinaron, a cambio de herramientas para, estos últimos, hacerse con más prerrogativas, y tal vez eternizarse en la dirección de sus correspondientes países. Sobran los ejemplos. Entonces, podríamos decir que la aspiración de internacionalizar una doctrina político-económica no es patrimonio exclusivo de uno u otro color: los dos trabajan para imponerse universalmente. De esto, se desprenden algunas paradojas: mientras la izquierda dice ser estandarte en la lucha contra las intentonas imperialistas, ella misma es imperialista para lograr su cometido; y, en tanto la derecha afirma luchar por los derechos humanos en las naciones en las que hay sistemas de izquierda, ella misma es cómplice del abuso humanitario que implica el desconocimiento de los derechos laborales en esos lugares, algo favorable a sus economías.

Si buscamos más contrasentidos lógicos (en medio de sus increíbles paralelismos y discrepancias) respecto de las grandes doctrinas políticas dominantes, las podremos encontrar, pues las prácticas del poder estatal, en el fondo, son esencialmente las mismas. Pero no es esta la oportunidad. Por otro lado, si queremos entender por qué el gobierno socialista de Venezuela (que vuelve a empezar mañana) está más débil que nunca, convendría empezar por considerar que su ecuación de autoridad se quebró. ¿Cómo pasó esto? No ocurrió desde afuera hacia adentro, como en estos momentos cabe suponer: la presión multilateral, por sí sola, no habría sido suficiente para derrocar al gobierno de un pueblo, como el venezolano, patriota desde hace siglos. Es más: ni siquiera la crisis económica ha sido suficiente para forzar el cambio de mando, como tampoco lo fue la contención política que encabezó Hugo Chávez dos décadas atrás.

En verdad, barrunto que la legitimidad del gobierno venezolano se esfumó internamente (y externamente, frente a agentes ajenos, como yo, que simpatizábamos con su revolución social) solo desde que empezaron las comprobadas prácticas violatorias de derechos humanos, y no antes. Esto no significa que tenga al cosmético Sistema Interamericano de Derechos Humanos, a la propia Organización de Estados Americanos, a muchos gobiernos latinoamericanos (como el actual colombiano), o al gringo, como modelos de humanidad frente a Venezuela. Serán los venezolanos los que decidan acerca de su destino, otra vez, como ya lo hicieron en el pasado.


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