En el principio era el fin

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Leo intensamente Los detectives salvajes, del chileno, aunque también mexicano, Roberto Bolaño. Muerto hace ya un tiempo.

Es novela voluminosa, grande de lenguaje, densa, sin dejar de ser algo juvenil en apariencia. Se trata de una especie de broma macabra de Bolaño, tan llena de pesimismo del de los escépticos, buenamente sobria y a la vez decidida, ambiciosa. Tiene el regusto de las buenas novelas, pero no lo demuestra abiertamente, porque “le vale madres” lo que pienses de ella: lo exhibe desde adentro, a través de esos personajes complejos y ricos, pero de los que no estás seguro de no conocer de algún lado. Te queda la misma duda de cuando estás en medio de una reunión de gente que no recuerdas, pero que podrías haber conocido antes, y simplemente no te fías de tu memoria. A todos nos pasa esto, digo yo, ¿no? 

Durante los últimos tiempos anduve viendo a Los detectives largo rato en cuanta librería de nuevo se me ocurría entrar, pero siempre hube de rehusar comprometerme en la lectura de una mole de papel de ese tipo, para la que no era seguro que tuviera los momentos propicios y la energía. Además, estaban también los otros libros, los que acumulas como si alguien más los fuera a arrancar del estante, tal que si no quedaran copias en ninguna otra sede de la respectiva editorial. De verdad espero que no sea yo el único con estas malas costumbres. Ciertamente, es mejor leer texto a texto, y comprarlos igual. Con todo, me habría gustado adquirir esta obra con mucha más antelación, pero nunca lo hacía. Y, en rigor, nunca lo hice: me la regalaron. Fue uno de esos obsequios sentidos, porque fue, sobre todo, una alarmante derrota para la dejadez.

Pues qué bien que así haya sido. Resultó de provecho haber tenido que concentrarme en leer tamaño novelón, cuya médula apenas estoy explorando. Mientras lo hago, me relajo yendo al mar o a visitar a la familia. Y leyendo otras cosas. Así, por ejemplo, he encontrado entre mis efectos una vieja edición de La breve vida feliz de Francis Macomber, de Ernest Hemingway. Un cuento de un maestro del género, según el dicho. Lo disfruté enormidades, pues es también historia cruda, pletórica de detalles, como aquel de que ciertas mujeres prefieren a los hombres que no les dan la razón. Otro bromista, Hemingway. Sea como fuere, encontrarse en sincronía de autores así, al azar, no puede considerarse fortuna desdeñable. Es igual que este calor: te hace sentir vivo. 

A propósito de la vida y esas cosas, creo que es este un artículo escrito en la plena coyuntura que un par de años que se encuentran trazan sin querer. Tal vez por eso, acuso en él mayor desenfado del habitual. Es lo que pretendo. Porque, en resumidas cuentas, lo que importa es seguir, permanecer, estar. Esa es toda la victoria posible sobre el vacío, la oscuridad y la muerte. Por ello, y aunque ya hayan pasado algunas horas desde que comenzó el nuevo periodo de 2019, no creo que sea muy tarde para compartir mis limpios augurios sobre el porvenir con ustedes, pacientes lectores. Aquí van, desde la ultratumba del 30 de diciembre de 2018, una congratulación por seguir aquí y una consolación por no haberse ido. Si vivir no es acomodarse a este toma y daca, sino otra cosa, que alguien me lo explique. Entre tanto, los imagino nadando en fuerza para ser felices.



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