Pensar la prosa: treinta y seis

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Tratar de escribir sin repetir una sola palabra, utilizando (¿aquí cabe un gerundio?) el signo ortográfico correcto, no decir más de lo necesario, no decir menos de eso mismo para que quede claro lo que se quiso hacer notorio, ir más allá de las apariencias del tema, despedazarlo hasta las tripas, destriparlo, eso es…
Y nada de que galicado, de anfibologías, redundancias, oxímoron, queísmos o de dequeísmos. Ninguna complacencia con la ignorancia y sí mucho trabajo de diccionario, de biblioteca y de atención, pero sobre todo de pensamiento milimétrico, precisión terminológica para hallar los conceptos exactos y la mejor forma de relacionarlos. Fondo y forma. Agilidad y serenidad a un tiempo en la prosa respiratoria de la que te regula el pulso y te sume en la concentración exhaustiva, definitiva y rotunda. Escribir para existir.

Leer lo escrito para seguir viviendo, como excusa perfecta para encontrar la palabra, además de no reiterada, única. El mote justo, el sonido asonante en conjunto, sin que las sílabas entremezcladas revelen siquiera una miga de lo que deben guardar con recia disciplina. Ideas que se asientan en sentencias y párrafos cortos, minimalistas. Aliteraciones en torno de su tono menor de voceado. Una vida entera de proposiciones y desmentidos.

Entendimiento. Las consonantes a raya. Las vocales más, mucho más sentidas: esfuerzo consciente por hacerlas tener ánima, dulzura, luz, sentido, calor, envergadura, enjundia, fuerza, valor y dignidad. En eso se resume gran parte de la yunta-de-vocablos para un lector imaginario y sin embargo real e implacable: un placer que no lo es, un deporte de burros, divertimento sin comienzo ni final.

De nada sirve alegar que se tienen ojos sensibles a los rayos de la pantalla, manos gruesas que tropiezan con las teclas, espalda que duele de prolongada inercia, confusión mental por tanto que decir, aunque tan poco. A quejarse a otro lado, aquí se vino a pagar pena, a escribir. A pensar lo que se escribe, con detalle y minuciosidad, y a releer una y otra vez hasta el fin del mundo o de la invencible cucaracha: equidistancias.

No hay temores que no se puedan superar con la rodilla al piso de la construcción de una sintaxis particular, un estilo propio, caricia verbal que es pronunciada en el silencio de la hoja en blanco. Uso de conectores, desde luego, por supuesto, cómo no, claro, y entonces, la coma antes, la coma después, las dos comas, antes y después, y tres párrafos sistemáticamente (he visto “sistémicamente”) incongruentes, así es.

El cuarto párrafo, no de nueve líneas como los tres anteriores, sino de diez o mil. Quién está contando. La ilusión de crear una forma egoísta de lenguaje oculto y cierta organización espacial con secretas estructuras. Un engaño tierno para exhalar mejor. Para sentir la fluencia de los estruendos de los ritmos, el habla cadenciosa de la brasa, la penumbra de la humedad lúbrica y sus humores de sabor maldito. Henos aquí, de un desvarío a otro, sin un punto de partida, pero con una meta gloriosa de arribo:

ausencia de convicciones más allá de la evidencia de que estamos perdidos en un pantano oleaginoso de fetideces aleatorias, deliberantes. No hay más que intentar seguir trazando este garabato de incomprensiones, volatilidades y delicadezas. Término tras término, nueve líneas otra vez, un milagro que no fue, nunca, nunca fueron diez.