Ideas de grandeza

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Tengo una imagen que me ronda como un fantasma vivo lo haría. No hace mucho anduve a pie y solo por el caluroso Centro de Río de Janeiro, más o menos alrededor del espacio que dejan las calles adyacentes a una de las mil bahías marítimas de aquel lugar (¿Plaza Quince de Noviembre?), donde también apestan a orines y a otras miasmas algunos de los paredones nada turísticos que circundan el todo indivisible y fantástico de la vieja arquitectura portuguesa. Era inevitable pensar en Santa Marta, o tal vez en Cartagena... En un pasado en común, puede ser. Pero la sensación que me da vueltas todavía no es esa. Lo que yo estaba buscando, mientras la ciudad bullía de fiestas “invernales” en otras de sus inmensidades, era mi versión de aquel anhelo indefinible entre la tristeza y la alegría que los enérgicos brazucas suelen llamar saudade. Yo estaba como queriendo encontrar un espectro del pasado para extasiarme con la confirmación de su dolor, y al parecer lo encontré.

Ya había leído en Internet acerca de su vida, y así recordé al personaje del libro de texto de historia. Ya había ido al museo respectivo y, allí, a la sombra de las suposiciones de lo no vivido, tuve a bien pensar cómo sería eso de ser emperador, al reflejo de la Ilustración, en un país joven que apenas se formaba. Así, cuando alcancé por fin el Palacio Imperial, desde el cual su padre, Pedro I, creyó conveniente declarar en 1822 el nacimiento del Brasil con el grito furioso de “Independência ou morte”, y solo vi a la redonda las ruinas del Imperio a través de la disposición de las mesas de un bistró pretencioso, de la exposición de unas pinturas que nadie apreciaba, y del vigilante malencarado de lo que fue tal vez una galería de entrada a la residencia, supe que el legado progresista de Pedro II, el niño al que la vida dejó sin padres desde los cinco años para que preparara la dirección de una nación de naciones tan grande como el resto de la América Latina, y al que otros dejaron solo, otra vez, en la vejez, yacía embellecido en mi memoria.

Pedro II fue el emperador al que le correspondió desde sus quince años, y por medio siglo, unificar al Brasil y hacerlo el “impávido colosso” que es hoy. Para esto, además de la obvia política, se valió del increíble idealismo que lo poseía. Amante y mecenas de las letras, las ciencias, la cultura, el conocimiento, el avance, don Pedro reunió en su persona todo aquello que quizás hacía afirmar en vida al escritor colombiano Álvaro Mutis que la monarquía era el mejor modo de gobierno que existía. En su momento, yo no entendía esto; pero, ahora, con nueva mirada, creo que ello tiene una poco evidente lógica: si el rey o emperador no está obligado a pagar favores politiqueros para asegurar su poder eterno, tal vez podría dedicarse a administrar con buen juicio, porque en ese escenario el país sería él, su vida misma. En otras palabras: si se acaba el cálculo, puede empezar el amor.

Porque supongo que debe de amarse al súbdito para merecer de él ser llamado el Magnánimo. Alguien así tuvo que aceptar sus sentimientos humanitarios, por más ingenuos que fueran, para haberse enfrentado a los poderosos cafeteros y latifundistas, y abolirles la esclavitud de africanos que sustentaba sus fortunas. Debe de saberse del golpe por venir y aun así seguir adelante. A don Pedro lo forzaron al exilio, después de derrocado, y murió como extranjero en un gris hotel de Paris.