El diablo pide cambio de abogado

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El pasado 28 de junio fue sancionada por el presidente de la República la ley número 1905 de 2018, relativa a algunas cuestiones anejas al ejercicio de la profesión de abogado, tema que había sido de nuevo regulado, después de más de tres décadas, en la ley 1123 de 2007. Esta normativa recalcó la consagración de uno de los deberes de quien es “el llamado en auxilio” por el necesitado de asistencia letrada (de advocatus, en la antigua Roma), es decir, revalidó el siguiente ideal de conducta, expresado en forma de máxima innegociable, eterna, cara al alma de quienes hacemos esto, y que tendría que estar tallado con letras mayúsculas sostenidas en lo alto de cada juzgado, tribunal, corte, fiscalía, sala de audiencias de cualquier tipo, y demás elementos físicos del aparatoso engranaje judicial colombiano: “Conservar y defender la dignidad y el decoro de la profesión”.

Yo no le veo otra salida al alarmante desprestigio de un oficio que tiene que ver con lo más profundo de las personas (a veces más, incluso, que con su salud), y que reclama de quienes nos entregamos a él la más rígida de las disciplinas, para que así el derecho (esto es, lo recto en el relacionamiento humano) sea la concreción formal y material de la justicia, y no apenas el inmundo instrumento de poder en que se le pretende constituir. Eso debe ser lo jurídico: justicia y no poder. De hecho, si alguien quiere averiguar el nivel de corrupción, de subdesarrollo, de infelicidad, de ignorancia, de fracaso, de miseria espiritual y, sobre todo, de violencia de un país, le propongo lo siguiente: nada más fíjese si, en esa nación, el derecho (esto es, sus instituciones, el talante de sus agentes, las normas jurídicas) es el resultado excluyente de los intereses dominantes; o si, además de lo anterior, también dicha disciplina atiende a los sentimientos de quienes no tienen manera de hacerse oír.

No hay que tener un doctorado de los de verdad en nada para deducir que Colombia es una triste república en la que el derecho aquel de la aspiración cientifista de Hans Kelsen, es decir, uno hijo de la razón, del pensamiento y de la inteligencia, sencillamente no existe. El derecho vernáculo es con frecuencia solo una sustancia que sirve a quienes, de una u otra forma, hacen las leyes, y a quienes, sin mayor formación teórica, fungen de ciegos ejecutores de las mismas. De tramitadores y leguleyos, aunque titulados e inscritos. Una prueba más de que, para ciertos irresponsables, la conservación y la defensa de la dignidad y el decoro profesionales no son sino un chiste.

A diario recuerdo esta broma, pero no me río, solo miro a lo lejos como ido para no tener que padecer a la emperifollada “doctora” que balbucea muy oronda: “cámara y comercio” esto, “cámara y comercio” aquello, cuando lo correcto sería haberse leído el Código de Comercio y saber que es su obligación esforzarse por pronunciar: cámara-de-comercio; así como entender que el origen inmediato del nombre, al menos entre nosotros, está en los conflictos que se presentaban por el intercambio comercial de España con las Indias, despuesito de 1492. Claro que para aceptar esto tan necesario hay que haber estudiado realmente para hacerse abogado, y no haber pasado las materias con coqueteos. O no, tal vez ni eso haría falta. Quizás solo baste ser un individuo en posesión de algo de cerebro. En parte, pues, estoy de acuerdo con los críticos de la ley 1905 de 2018: no se van a resolver los problemas de la profesión con un nuevo examen. Al fin y al cabo, hay “doctores”, como la “doctora” del sabroso “cámara y comercio”, que ya tendrán lista la trampa para salirse con la suya y aprobarlo.



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