Mordaza

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Es cierto que la racha de homicidios de los líderes sociales no empezó apenas ahora que Iván Duque ganó la Presidencia de la República. Tampoco tuvo su origen durante alguno de los períodos de su presidente, el expresidente Álvaro Uribe. De hecho, este fenómeno ha sido más bien una constante histórica a lo largo de tantos años de guerra y de lamentable ausencia de Estado. Nos habíamos habituado a que pasaran estas cosas de largo; cuando se presentaba otro caso más, simplemente tendíamos a verlo como algo normalizado respecto de lo que ni siquiera se hacían muchas preguntas, porque las respuestas eran las mismas. O, más bien, la pregunta retórica con que se contestaba a las consabidas preguntas anteriores era la misma: ¿por qué lo mataron?

Como si fuera una cosa aceptable que maten a alguien. Como si ello, además de delito, no fuera el acto de barbarie que es: cada asesinato, cada acto de violencia contra quien no piensa ni actúa igual que su verdugo. Contra quien interfiere en un negocio, o negociado, contra quien se “entromete” en lo que no le importa. Esto se denomina, en otros lugares –allí donde hay ley validada, además de sanción social-, simplemente, estado de guerra. Es decir, se alude a un estado de emergencia al que más vale hacerle frente como sociedad, porque, si no, es la población toda la que podría caer.

En esas otras latitudes, para repeler esto, o siquiera para aguantarlo, se esgrime algo que es la sociedad civil, o sea, la unión de la gente. Pero, nosotros tenemos a cuestas un conflicto harto prolongado y sangriento, al punto que es posible, muy posible, que las reservas morales se estén agotando, o que incluso ya estén consumidas esas fuerzas de resistencia contra los violentos, violentos armados, o violentos que usan la política para decretar la muerte. Salir de ocho años de trabajo (bien o mal hecho, pero trabajo) por la paz, y, como si nada, reincidir en los encantos del salvajismo, a través de un presidente endeble elegido para facilitarlo, no puede ser sino deprimente.

¿Qué nos queda por hacer a los colombianos que nos oponemos al desgobierno que amenaza con retrocedernos décadas a épocas en las que ni siquiera se podía opinar? Y, sobre todo, ¿cuál será el refugio contra las balas de quienes se sienten envalentonados por la reaparición de aquellos que saben callar ante la inmisericordia sistemática contra el pueblo colombiano? Porque una cosa sí está clara: a pesar de que nadie ha podido evidenciar el vaso comunicante entre la nefasta elección de Duque y los atentados contra las vidas de actores políticos de la Colombia profunda, no es menos cierto que sí se han incrementado últimamente estos eventos luctuosos, representativos a más no poder de que la guerra nunca se fue, es cierto, pero, especialmente, de que no se va a ir por ahora.

Qué más quisiera uno que el pesimismo que a muchos nos invade fuera un simple capricho. Creo que no lo es. El país no enderezará el rumbo mientras cultive la consciente desprotección de aquellos que se atreven a disentir del unanimismo reinante durante la década pasada y que en mala hora ha vuelto a encamarse con el poder legitimador del Estado. Tenemos, otra vez, el viento a contra-cara.



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