El arte de lo posible

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Dicen que la política es el arte de lo posible, afirmación a través de la cual a lo mejor se ha querido señalar que no es sino el realismo puro y duro el que regula la mente de quienes se dedican profesionalmente a los menesteres del poder público, a sus intríngulis, triquiñuelas, ritmos, pasiones, humores y temperaturas.

Cosa para gente especial, sin duda, aunque no necesariamente la más académica. En cambio, sí parece este un asunto para sagaces y astutos: sagacidad para prever los golpes de los enemigos, y así evitar su efecto, sobrevivir y volver a la pelea cuando se pueda; y, fundamentalmente, astucia, para saber dar puñetazos a tres bandas y entonces hacerse temer. El poder es, básicamente, la capacidad de actuar (u omitir actuar) de forma que se asegure bien ser acatado porque, si no, alguien en particular tendrá saber que debe sentir miedo. El poder no es, en ninguna circunstancia, romanticismo alguno para que nadie sea feliz, ya lo sabemos.

Pero, si este oficio relativo al cálculo de las posibilidades, si este sacerdocio de la vida oculta, que lo es sin parecerlo, si esta orgía de egoísmos y de mentiras por todos conocidas no es ejercida, no puede ser ejercida, por seres en contacto con las energías más puras de la inocencia humana, sino por sus opuestos, ¿cómo se explica que, paradójicamente, sean los políticos aquellos de entre todos los que más logren desarrollar en sus personas un cierto hálito de predestinación que induce a pensar a tantos que, cuando se los menciona, se trata de hombres y mujeres que pueden  efervescer en los demás algo que no se sabe bien qué es, pero que da igual porque lo único de lo que se tiene certeza es de que se los necesita, sin importar consideraciones adicionales? ¿Cómo se explica?

Me doy muchas respuestas. Eso como que se aprende, resumo al fin. Es decir, la práctica constante de la auto-designación que llaman liderazgo tiene que terminar forzosamente por producir monstruos autoconvencidos de su propia y exagerada valía. El carisma como que se construye, pues. Le preguntaría esto a quien acaba de ganar la Presidencia de los Estados Unidos Mexicanos, Andrés Manuel López Obrador, con una votación que casi alcanza al censo electoral colombiano. Esa, una determinación vigorosa que es mucho más que una bofetada a quienes lo dieron por muerto después de las elecciones presidenciales de 2006 y de 2012, permitirá al costeño López Obrador gobernar al país más populoso de Hispanoamérica, tal vez con la mano izquierda, o ya con ambas.

Este hombre logró vencer el rechazo inicial que producía quizás de la misma forma en que, en 1992, lo hizo un desconocido gobernador de Arkansas, Estados Unidos, para ganar la Presidencia. (¿Cómo igualmente lo hizo en la Colombia de 2010 un exministro de Defensa que no sabía dar discursos ni estrechar manos?). O quién sabe si de manera similar a la implementada por un coronel venezolano que se puso la boina en el momento clave de televisión y asumió un fracaso que no era todo suyo para convertirlo en victoria personal antes que nada. El arte de lo posible es también jugar con el albur de los imponderables, que parecen increíbles, acaso esos no por evidentes menos místicos.