¿Una Colombia caribeña?

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



En Colombia, el presidente de la República es prácticamente un rey: jefe de Estado, jefe del Gobierno, suprema autoridad administrativa, comandante en jefe de las fuerzas militares y de las civiles de policía.

 

Por si esto fuera poco, el artículo 188 constitucional informa a los colombianos que el presidente “simboliza la unidad nacional”, lo cual quiere decir, en términos llanos, que en un solo hombre, o una sola mujer, están encarnadas (nunca mejor usado este vocablo) las razones por las cuales cincuenta millones de personas deben estar juntas. Esto lleva a pensar que, entre nosotros, la institucionalidad es todavía cosa de personalismos: solo a partir del sentimiento de unidad de la Nación (lo que Dios quiera que eso sea) puede pensarse en un ordenamiento jurídico que, a su vez, le dé forma y contenido al Estado. En otras palabras, es como si el presidente de la República de Colombia fuera, él mismo, el Estado, sin nada que envidiarle al llamado Rey Sol, Luis XIV de Francia.

No en vano las críticas a nuestro sistema presidencial se concretan cuando es etiquetado como “presidencialista”, en abierta alusión al exceso de poderes de que se ha dotado a un individuo elegido por el pueblo para que mejore vida social, lo que no siempre ha resultado muy bien, por no decir que casi nunca. Hay que tener en cuenta, además, que, a diferencia de los países en los que hay controles efectivos para asegurar el equilibrio en el ejercicio del poder público, en Colombia no existe suficiente garantía jurídica que prevenga la llegada, cada cuatro años, de personas que se creen con el derecho de cambiar todo (lo bueno y lo malo que sus predecesores hayan podido hacer) con el fin de materializar su política electoral -y no forzosamente un buen gobierno- desde el presupuesto público y el emblema oficial, y entonces no tener que soltar el mando en el siguiente período. 

Consideraciones subjetivas aparte, lo cierto es que todos los ciudadanos tienen el derecho a siquiera soñar con ser presidentes del país en que han nacido. Además, si uno paga impuestos, puede ser presidente, ¿no es así? En estos días se aprecia una gran cantidad de candidatos sin posibilidades ciertas de ser el elegido, optimistas de hierro que han resuelto pescar en el río revuelto de la política nacional, algunos desde las regiones. Uno de estos últimos es caribeño: Carlos Caicedo. Muchos querríamos que fuera él un candidato fuerte, con propuestas de gobierno viables producto de una investigación de la sociedad profunda, seria, novedosa. Que tuviera una voz con persuasión, ganadora. Pero, de lo que le he escuchado y visto hasta ahora, creo que no es así. Al parecer, siguen siendo otros los políticos con opciones reales de obtener el mandato, los de Bogotá y Medellín, y eso porque se preparan un poco más y su discurso no resulta tan unidimensional. Todo indica que, otra vez, no habrá para más. No salimos de los mismos con las mismas, para más de lo mismo.

No obstante, los caribeños colombianos sí que somos una fuente de liderazgo que este país no ha aprovechado todavía en su totalidad. Como ejemplo, valga señalar que el “Triángulo de oro” (Bogotá, Medellín y Cali) parece haber cedido ante la decisión de una Barranquilla que es la ciudad que más ha crecido en el país en la última década -según cifras comprobadas- y que va a seguir creciendo. Nos llegó el turno a nosotros de definir el progreso nacional, y no de ir a la zaga. Ese no es nuestro lugar. Somos gente de talento y de trabajo, de valiente idiosincrasia, que, tarde o temprano, tendrá su oportunidad, para, como ya lo demostró Rafael Núñez, mejorar a un país en el que somos minoría. Eso lo lograremos con candidatos que, a la vez que muy técnicos, sepan hablar en buen colombiano.



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