Vita brevis

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Terminé de leer un lindo librito de menos de doscientas páginas que el conocido escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza publicó hace ya algunos años. “Muchas cosas que contar” se intitula. Ciertamente, el hombre nacido en Boyacá las tiene todavía. Sin ánimo de fungir de agente comercial de sus letras, he llegado a la conclusión de que Plinio fue un autor con mala suerte: no surgió ni brilló tanto como algunos de sus contemporáneos, incluso colombianos, y no me refiero necesariamente a García Márquez, de quien fue amigo hasta la muerte y, sobre todo, durante la vida dura, cuando este no tenía nada ganado aún, cuando la sombra de la pobreza lo perseguía a donde iba.


A lo largo de las lecturas que Plinio ordena caprichosamente en su libro, se entera uno de las visiones que cultivó a lo largo de la existencia a través de su curiosidad por la gente de cualquier parte, por los libros, las ciudades, y especialmente la extranjería: esa condición de colombiano andante -cuando casi nadie aquí viajaba- por los caminos de Europa y el mundo. Se trata, su perspectiva, como la de muchos hombres y mujeres de su generación, de una exquisita forma de ver las cosas antes y después: antes y después de la Segunda Guerra Mundial, que en verdad todo lo cambió para bien, y tal vez para mal; antes y después de la Guerra Fría, que todo lo condicionó para el advenimiento del periodo mal llamado “Fin de la historia”, que no ha sido tal, pero que sí ha sido como el reset de la historia; en fin, antes y después de este innominado tiempo de indiferencia de hoy, en el que la experiencia de los viejos parece sobrar, o incluso estorbar.

Sobre todo, leerlo me recordó a mi padre, contemporáneo suyo, cuya salud decae inflexiblemente en estos días, y de quien ya no puedo escuchar sus fuertes opiniones acerca de todo lo habido y por haber, que me condicionaron y me hicieron opinador también, para bien o para mal, qué se puede hacer. Me sentí hablando con él otra vez, de fútbol, de mujeres, de política, de hombres notables, de libros, de escritores, de lugares. Los hombres mayores tienen ese invaluable sentido práctico del vivir que solo da haber fracasado y haberse levantado, y que los de mi edad apenas empezamos a atisbar, con alguna dificultad, en un planeta que valora menos la experiencia que la tecnología, y que parece sustituir la realidad con la virtualidad.

Los viejos, los queridos viejos, suelen aportar esa noción de bendito realismo que los años dan. Especialmente -he pensado-, los mayores, abuelas y abuelos, regalan sin interés alguno la repetición de esa rancia lección de cómo ser que es apostarle a la bondad en tanto que estrategia en las relaciones con los demás. Para ese fin, muchos de ellos parecen recordar sus años de ambición (en los que, al decir de Tolstói, debieron de rendir culto a las tres cosas que aceitan a ese motor, la ambición: la astucia, el orgullo y la crueldad) mientras los comparan con los años finales, en los que ya no tienen la atención de nadie, y lo que entonces importa es saber prepararse para morir en paz.

Cuando hablo con ellos, o leo sus libros, seres de otras épocas, verdaderos viajeros en el tiempo, me siento viajero yo también, y así, un poco más completo como hombre, como ser humano, algo menos cínico, y con la sincera disposición conmigo mismo de vivir la vida a toda, toda potencia.