A la vieja posverdad, una nueva

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



A pesar de que no terminan de conciliar sus posiciones los sesudos analistas internacionales acerca del carácter de vinculante, o no, del fallido Acuerdo de París, al que Donald Trump le acaba de lanzar un escupitajo, sí que hay cierto consenso en relación con la supuesta pérdida de poder e influencia de los Estados Unidos en el mundo a partir de la denuncia de tal tratado internacional de respuesta al cambio climático. Claro, los que más propugnan esta teoría son los analistas yanquis: finalmente, lo que les importa a ellos es el mantenimiento de la posición dominante de su país en el mundo, y no quién se muera de calor o de frío en el planeta. Pero incluso estos análisis sesgados adolecen de un grave defecto interno: parten de la base de que a la derecha gringa le importa ejercer la misma influencia internacional que a los del centro o a los de la izquierda de ese país.


Es obvio que casi todos en los Estados Unidos, de derecha o de izquierda, están interesados por igual en expandirse: está en su naturaleza. Gran parte de su riqueza económica nacional radica en el hecho de haber aprendido a influir a través de mercancías, tecnologías, políticas, música, cultura, tendencias, etc., en los demás países, incluso en aquellos que también han alcanzado su propio grado de desarrollo. Y para influir se requiere salir, convencer, persuadir..., venderse. Eso no se hace estando encerrado entre las propias fronteras. A perder eso, a tener que reducir su espectro de injerencia por cuenta de un rechazo internacional a las políticas de Trump, le temen los que, incluso siendo sus medianos partidarios, lo critican por la salida del Acuerdo de París.

El punto es que a Trump no le importa persuadir. ¿De qué se sorprenden? Lo dijo en campaña, amenazó con ello, y ahora lo está cumpliendo al pie de la letra. A uno de le puede caer bien o mal Donald J. Trump, pero de que tiene palabra, la tiene. De que no es un político tradicional, no lo es. Pues bien: la persuasión nunca ha sido el fuerte de Trump, a pesar de que habla hasta por los codos. A él le gusta lo contrario: la disuasión, o sea, imponerse. ¿Por qué algunos creen que ahora va a cambiar? De cualquier forma, es elemental que el presidente no está apostándole a perder influencia internacional; lo que sucede es que no le interesa la misma clase de influencia: la de Obama, la de los liberales gringos, que es más hipócrita que la de las multinacionales, a las que el ser humano de los países pobres les importa poco, es cierto, pero al que, al menos, tienen la decencia de decírselo a la cara.

A los conservadores gringos les interesa el dinero y nada más. Y no lo ocultan. ¿Por qué deberían hacerlo? Esa no es su ética: desde Martin Lutero, los anglosajones creen que el trabajo y el ahorro todo lo puede, y que la ambición no es vergonzosa. Así, a la gente de Trump, los gringos blancos pueblerinos, les suena muchísimo meterse en cuanto país haya, siempre que sea a vender y a traer dólares multiplicados. ¿Qué diablos tiene que ir a hacer su gobierno –dicen- a cualquier parte del globo si ello no representa plata?: ¿a adoctrinar gente?: ¿en qué..., para qué? Uno puede criticarlos mucho, a Trump y los suyos, pero convengamos en que su pragmatismo resulta menos dañino –e irritante- que la farsa liberal yanqui para hacer política: los “blanditos” demócratas que todo acto de poder lo convierten en tragedia humanitaria, pero que toda la vida han hecho lo mismo que critican.