Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Alguna vez escuché a un profesor de derecho decir a su grupo de alumnos primerizos que lo que más le importaba a él en clase, y a la universidad en la que todos estaban –se entendió-, era enseñarles a ellos a mandar. Así de simple.
No obstante, han pasado los años y he visto algunas cosas. He comprendido, sobre todo, que la teoría jurídica es no más que eso: una teoría, que, como tal, puede variar de tiempo en tiempo y de lugar en lugar, y que, así, como consecuencia de eso mismo, es posible afirmar que el derecho es cosa maleable que puede ser usada, si así se lo pretende y no hay oposición, como la ciega herramienta del poder. De cualquier poder: es una de las cosas que aprendí: no hay poderes buenos o malos: solo hay poder, y él, cuando es verdadero, es cosa humana –néctar de la inteligencia humana- pero necesariamente amoral. La paz, por otro lado, ha sido consensuada en todos lados como el fin último del derecho. Es decir: como la finalidad final de todo el vericueto de argumentos de derecho sustantivo y procesal – especialmente probatorio- con que los abogados enredan tal vez sin querer a sus atormentados clientes cuando estos consultan a aquellos sobre este o aquel problema.
El objeto de todo ese debate judicial, aunque parezca difícil de creer (y, aunque la cara dura de los juzgados lo haga aún más inverosímil), es la paz entre los ciudadanos. La paz a través del derecho, ideal de difícil concreción, es, sin embargo, cosa fácil de comprender si se la compara con la paz que pretende poner fin a un conflicto armado: es muy complicado tratar de pensar en la paz jurídica como resultado de un proceso político de paz: no son realidades fatalmente compatibles. La paz producto de un proceso político de negociación, y no de un pronunciamiento judicial, es una que muy seguramente habrá de instituirse como verdad en la sociedad a costa de dar dolorosos palos de ciego: no siendo estrictamente jurídica, sino fundamentalmente política, no es de fácil aceptación ni integración en la conciencia ciudadana.
Esto sería así ya en cualquier país. Si nos imaginamos a Colombia, en particular, el asunto es al menos el doble de difícil. En estos días, por ejemplo, estamos en medio de una parada dura con la decisión de la Corte Constitucional respecto del cercenamiento del trámite preferente y acelerado de los acuerdos de La Habana en el Congreso. Parece que ahora sí se acabó la gasolina, celebran por ahí. Aquí es cuando el disfraz del poder del que hablaba inicialmente cobra valor. ¿Está la decisión de la Corte Constitucional determinada por el contrapeso que al Gobierno le hace la oposición uribista? Desde luego que sí. En principio, recortar los poderes del Ejecutivo en este tema, como una forma de reivindicación de las presumiblemente usurpadas potestades del Legislativo, es algo presentable, de buen recibo en la sociedad: es políticamente viable.
Es ceñirse al Estado de derecho, y, contra eso, no se pelea. Pero, me temo que la Corte, tan jurídica que parece, está haciendo política con esta decisión, pero a la inversa: está siendo extremadamente jurídica con un asunto que sabe que es político, y que por tanto merece una comprensión más histórica y menos leguleya de la realidad social de Colombia. La interpretación, cuando es pertinente, también es aplicar el derecho. Ahora, como sabemos, lo que viene es más política -aunque degradada-, más apuestas por el poder, o sea: si tú me das esto, yo digo otra vez, por otras vías, qué es o no la solemne juridicidad.