Gloria al bravo pueblo

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La patria original de Simón Bolívar, y la de muchos de sus capitanes en la gesta de la independencia, la mayoría de los cuales anduvieron, en aquella época, también por aquí colaborando con la noble causa de fusilar o expulsar a los españoles esclavistas, de esta, nuestra tierra, está encadenada. Esto es importante para Colombia, no solo por ser el refugio más cercano para los venezolanos que huyen, sino porque nuestras historias como naciones corren paralelas, todavía hoy.
Es bueno tomar nota. Cuando se empezó a consolidar el proyecto político de Hugo Chávez, hace casi dos décadas, nadie pudo imaginarse -ni aun sus peores enemigos- que su revolución social podría terminar en este disparate de hambre, corrupción incontrolable y dictadura; pero, desde su muerte, el cambio prometido, y hasta cierto punto iniciado, se tornó en no más que locura. 

Es evidente que hace mucho que el presidente de la República no es quien manda en Venezuela, sino los atrabiliarios militares: narcotraficantes y malandros verde oliva que con sus estrategias baratas de meterse provocadoramente a territorio colombiano, y acampar en él, pretenden propiciar un conflicto internacional que distraiga a los incautos internos y externos de lo que realmente pasa.

Pero lo que más preocupa de Venezuela es la ausencia de lo que otrora caracterizó a ese pueblo, justamente, y que hoy ya no se ve: el coraje para cambiar las cosas, para tomar su destino en sus propias manos. Me recuerdan, los venezolanos de hoy, a los atribulados colombianos de hace tres décadas: como dormidos, con la cabeza metida en la tierra para evitar ver lo que sucede alrededor, infantiles evasores de una realidad acuciante. No fue sino cuando nos decidimos en Colombia a reconocer que teníamos problemas estructurales que el país pudo estabilizarse un poco respecto de la violencia descontrolada, y empezar a llenar vacíos, aunque transitoriamente, es decir, con lo que había y ha seguido habiendo: con las uñas.

Eso es lo que parece faltarle a la Venezuela de hoy: parece que, en algún momento, empezaron a acostumbrarse, lentamente, con el paso de las décadas petroleras, a que llegara alguien más a resolverles sus cosas. Hoy no hay nadie que lo haga.

 A nosotros, en cambio, aquí nos tocó tocar el frío fondo de la orfandad hace mucho tiempo, aquí no ha habido ningún papá Estado que haya venido a socorrer a algún necesitado: aquí ya sabemos, y de sobra, que el Estado tiene dueños, y que, por lo tanto, será mejor que hagamos un negocio, vendamos tinto en la calle, o nos inventemos alguna vaina para poder comer. Aquí ya aceptamos lo que somos: aquí nos estabilizamos, sí, por lo bajo, pero nos ha alcanzado para poder seguir.


Aquí tenemos doctorado en crisis: ya no nos matamos cuando ellas sobrevienen. Nos matamos por cualquier otra razón, pero no por las crisis. En Venezuela, en cambio, ha habido un proceso histórico distinto, a pesar de la cercanía con el nuestro. Han sido, ellos, un pueblo más reactivo tradicionalmente: sí, con dictaduras, pero también con desarrollo.

Con comodidades democratizadoras para el pueblo, pero también con ostentación y derroche. Con una élite blanca terriblemente encumbrada, y con un pueblo mestizo, negro e indio pobre pero acostumbrado a vivir bien. Si a esa frágil pirámide de naipes le mueves un poco la mesa, esto es lo que pasa: los pardos de los tiempos de Bolívar, la gente que ponía la sangre para poder matar blancos, hoy todo lo ve igual que entonces, más allá de que, manipulados, lo hagan por la razones equivocadas. 


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