El extraño efecto perverso de la perversidad

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Es realmente divertido ver hundirse, lenta e imperceptiblemente, a quienes han hundido pueblos enteros merced a su ambición desmedida que no ha conocido de compasión ninguna con quienes han ido, históricamente, más lento que ellos. Me refiero, desde luego, a los maduros pueblos europeos que, según inconfesable costumbre, ahora están desesperados por imitar a los gringos en materia política. Después del previsible Brexit, y del revolcón de verdades ya no más calladas llamado Trump, la fea Marina Le Pen a buen seguro gana en la misma Francia en la que su padre no pocas veces fue llamado nazi hace menos de una década, y por décadas. Parece que, después, no quedará sino esperar a que en la fila india sigan los holandeses más radicales, con Wilders a la cabeza, quien intentará bajar de la densa nube de humo alucinógeno al resto de los suyos.


El otro día escuchaba a Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, tapón de Europa frente a las oleadas de refugiados de cuanta guerra pergeñaron los europeos y gringos por aquellos lados del suroccidente global, y le di toda la razón a su eufórico discurso. Era un mensaje con dos niveles. El primero de tales era para significar que él, Orbán, era el más europeo de los europeos, y que lo que estaba haciendo era, precisamente, para proteger a Europa de lo que los santurrones alemanes de Merkel se sirven para tratar de lavarse las manos ensangrentadas de la Segunda Guerra Mundial. Pero el segundo nivel de su mensaje era, también precisamente, que él, Orbán, era el más europeo de los europeos, porque, a diferencia de Bruselas, estaba, a nombre de la Unión Europea, poniéndoles el pecho a las críticas de los humanitarios, sacrificándose por Europa.

El segundo nivel del mensaje de Orbán era, pues: “Europa, me sacrifico por ti: no seas tan hipócrita de criticarme por darte aquello que necesitas, no cuestiones mis métodos, ven a hacer el trabajo sucio conmigo”. Si Orbán lo dice es porque lo sabe: sin sus duras políticas fronterizas, ya estarían las calles de París o Berlín atestadas de aquellos que van a buscar su revancha con la vida donde su desgracia tuvo su germen, el suelo europeo, donde la autoevaluación consciente no siempre se antoja necesaria. Por eso sus -esta vez- exitosos líderes de ultraderecha parecen mandados por la providencia: so pretexto de la autoprotección, van a acabar generando las condiciones para que el mundo entero aprenda a hacerles una elegante pistola en adelante. Si, a semejanza de Trump, quieren cerrar las fronteras y envanecerse de ello, ¿quién les garantiza que los -tradicionalmente capturados por sus élites- países débiles, como Colombia, no responderán la bofetada?

Una de las pocas ventajas de la globalización es que, en verdad, el mundo ya no es el mismo de hace un siglo. Si las potencias todavía colonialistas piensan que pueden andarse sin cuidado con sus territorios “de influencia”, si creen que no necesitan dar nada y aun así recibir todo a cambio (como los parásitos españoles de Metroagua), están en el certero camino de la derrota. Por eso me complace -y ni siquiera me molesto en ocultarlo- cuando progresa uno de estos proteccionistas de ultraderecha. No me ofende su menosprecio (ni me asombra su ignorancia): me esperanza su estupidez, que, aunada a una buena dosis de testosterona por estos lados, desembocará en el verdadero fin de la historia tal y como la conocemos hasta ahora. Y, entonces, volveríamos a barajar.