La guerra de los muros

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Durante mucho tiempo pensé que, dentro de los muchos defectos de nuestro país, no estaba el horrible de la xenofobia, debilidad humana demostrativa de mucho miedo interior y colectivo, si es que tal combinación de opuestos es posible. No somos un pueblo xenófobo –pensaba-, más allá de que sí seamos un pueblo clasista, racista, excluyente y matón de muchas otras formas.
No obstante, nunca perdí de vista que si bien podía no haber una clásica xenofobia en Colombia, sí que había regionalismo, que es una forma disimulada de patriotismo mezquino, y que, llevado a su máxima expresión, puede llegar incluso a la reducción de impedir tolerar siquiera al tipo que se refleja en el espejo: tal puede ser la necesidad de hallar en los demás una perfección que no existe en uno mismo. A propósito de Trump y los tiempos que vivimos encarnados en él.

Es verdad que, en Colombia, ser de afuera no es un pecado, sino todo lo contrario: aquí vienen extranjeros, invitados por los propios colombianos, a indicar –casi que a ordenar, a veces- cómo se deben hacer las cosas. Más allá de si esto último es lo deseable (allá el que se deje mandar por su huésped), no digo que no: está bien que este no sea un país xenófobo, y que sea la esperanza para unas personas que, por alguna razón, no encontraron su vida sino aquí. Pero no nos engañemos: no somos xenófobos por las razones correctas. Me explico. Durante mucho tiempo la entrada al país no solo no se estimulaba como se hace hoy (“Colombia es pasión”, “El riesgo es que te quieras quedar”, y demás genialidades de fumada de los publicistas de no se sabe qué país de las maravillas), sino que abiertamente se vetaba a personas de determinadas nacionalidades.

Esto está documentado. En épocas de posguerras mundiales/europeas, es decir, desde finales de la segunda década del siglo pasado, y hasta más o menos finales de los años cincuentas de la misma centuria, mientras países análogos a Colombia, como Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Venezuela o México abrían las fronteras para recibir con algún interés a la diáspora de italianos, españoles, alemanes, franceses (y, entre ellos, judíos, muchos judíos), etc., que venían a hacerse con un destino a América, aquí había restricciones, y no solo culturales. Colombia fue uno de los países latinoamericanos con menor recepción de inmigrantes en el siglo XX, y para ello hasta de la ley se valió: se establecieron cuotas de tantos nacionales de tal o cual país que podrían estar permanentemente en Colombia, y así, los demás que llegaran sin reservación tendrían que regresarse por donde vinieron.

En esta política migratoria xenófoba había intereses. Lo que se le recalcaba al pueblo tal vez era la conveniencia de no repartir nuestra riqueza con quienes estaban más pobres que nosotros. Y, en un país iletrado, desde siempre proclive a la violencia, este discursito barato no hay que decirlo dos veces. La realidad es que los vociferadores de esta verdad de pacotilla sí tenían miedo a que una riqueza se tuviera que repartir con los inmigrantes (en muchos casos, gente ilustrada y trabajadora: gente peligrosa): la propia. Ésta bien podría ser la raíz psicológica del aislamiento de una nación que apenas hace muy poco despertó y se deslumbró con el mundo. Y también esta podría ser la razón por la que falta tanta confianza nacional para hacerlo todo con un estilo propio, con un contenido particular. Por lo demás, ahora sí creo que no tardará en despertar nuestra xenofobia: se la copiaremos a los yanquis.