Drogas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El lunes pasado nos estremecimos con lo sucedido el fin de semana precedente en Bogotá:
una niña de siete años fue secuestrada en su barrio popular de arriba de la Circunvalar por el conductor de una lujosa camioneta que, se supo después, pertenecía a un adinerado arquitecto de treinta y ocho años que vivía en un barrio de debajo de la Circunvalar. Se supo también, debido a la divulgación hecha por los medios de comunicación, que la mató. Que la mató asfixiándola. Y también, que no está claro cuándo la mató: si cuando la subió al carro a la fuerza, la mañana del domingo, y la ahogó para que no gritara por auxilio; o si cuando la tuvo a solas en su casa y la torturó y violó. En cualquier caso, encontraron el cuerpecito de niñita de siete años debajo del maldito jacuzzi, donde el presunto violador y homicida de treinta y ocho desperdiciados años lo habría ocultado, hasta que alguna contra-evidencia inventada en el curso del proceso sobreviniente diga lo contrario, claro.

El sujeto, tal vez confeccionando una coartada –por sí mismo o a través de apoderado pre-judicial-, tal vez en medio de sus devaneos de drogadicto, ha debido de creer, ex post facto, que era buena idea hacerse el enfermo e irse a la clínica cardiovascular. Digo que no creo que sea cierto que estuviera de verdad enfermo, y que en realidad todo lo fingía; al tiempo que intuyo que, de haber sido así, no podía haber sido su corazón el que fallaba porque, como es previsible, no puede tener corazón, y mucho menos alma, tamaño mamarracho de hombre.

El elemento transversal al relato es la información permanente y relativa al consumo “excesivo” de cocaína que aparentemente desencadenó el hecho. Sin embargo, como una indeseada carambola, queda en el aire de los medios de comunicación la idea de que una persona no tiene la total obligación de ser consciente de los efectos que la droga en este caso, o el alcohol en otros, produce en la menguada capacidad de razonar de alguien que ya es basura humana de todos modos, pero que no por ello deja de tener obligaciones, porque, de hecho, nadie le ha quitado sus derechos de mierda (que en verdad no son sino prerrogativas): todo lo contrario: ha podido andarse por ahí, manejando drogado, secuestrando, matando inocentes. Me pregunto ahora si es la primera vez que lo hace, matar impunemente, me pregunto qué pasará con su proceso judicial.

Algunos dirán que estoy prejuzgando y que me dejo llevar por las informaciones de la prensa. Que, como abogado, tengo el deber profesional de esperar a que un juez determine si, en efecto, el individuo al que señalan las pruebas con absoluta claridad, ciertamente sí cometió la conducta. Y que no me puedo pronunciar sino apenas de forma hipotética, siguiendo las tendencias comunicativas de dominio público, sin responsabilizarlo directamente. Que no puedo decir el nombre propio de alguien que no ha sido vencido en juicio, pero que ha matado, lo ha hecho, en uso de sus exacerbadas libertades, a una pobre hijita de Colombia, hija de nadie: vamos todos, en defensa del Estado de derecho, a decirle eso al padre, a la madre, que está muriendo sola. Seamos legalistas.