Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Esta es la segunda columna que le dedico al escritor suizo de superventas Joël Dicker. Pues he leído por segunda vez un trabajo suyo. Ahora se trata del drama en ritmo de bolero El libro de los Baltimore, de cuatrocientas páginas y pico, y no de un thriller gordísimo, como lo es La verdad sobre el caso Harry Quebert, balada fúnebre de hace tres años.
Parte del atractivo enigma de sus letras radica en, justamente, tratar de descifrar cómo un autor logra mantener el control de lo que dice sin dar muestra alguna de hacerlo, más allá de hacer leer valiéndose del ritmo. Es decir, se trata, el de Dicker, de un exquisito juego que consiste en invitar a al lector desprevenido a hacerse con una historia que parece simple (y que, hasta cierto punto, lo es), para después engatusarlo imperceptiblemente, y así, aprovecharse de la estupefacción de un pobre incauto que creía tener controlado todo lo que le estaban contando, y que no ha terminado de recuperarse de la inicial sorpresa cuando, de pronto, el mundo con que se había encariñado se derrumba por completo. Porque, de nuevo: nada es lo que parece. Como en la vida misma. Esa conexión con la verdad escondida es, en el fondo, lo que todos buscamos de la palabra escrita.
Por eso el asunto es de control, pues no puede haber ritmo sin él. Y sin ritmo, no hay nada; ni estructura, ni personajes verosímiles, ni siquiera el picor de la cruda anécdota: nada. Escribir bien es hacer respirar pausadamente al otro, como dijo alguna vez García Márquez. Sin ritmo no se pueden oír voces en el papel, ni sentir el viento del fin del mundo sobre la cabeza. Tal vez por ello será que Dicker notoriamente trabaja mucho en su estilo: sencillo, bonachón, medio infantil incluso..., pero demoledoramente rítmico: frugal, como para alardear de su precisión, hace parir humanidad a eventos en su superficie presumiblemente desprovistos de vida. Eso es coraje narrativo. Su arte está en saber mantenerse frío a medida que agudiza o ralentiza el frenesí de la historia; de ahí los afortunados cambios de escenarios, de épocas, de perspectivas de los personajes..., de palabras.
Eso que se ve tan obvio, no lo es. El control se logra cuando se sabe lo que se dice. Y para saber qué decir, hay que conocerse a fondo. En decir: aquel que logra escribir con escalofriante dominio es porque tiene algo que contar, pues lo ha descubierto dentro de sí. Lo que nos fuerza a concluir que el control es más asunto de fondo que de forma; y, de nuevo, como otras veces, nos podría hacer preguntarnos: ¿para qué escribir? Quizás no sea sino para no dejar pudrir lo que se cree saber.