Bogotá

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Esta ciudad tiene algo, nunca ha dejado de tenerlo. Es la fría capital de un país mayoritariamente no tan frío, de una provincia lejana que es mirada aquí como calentana, tropical, pero que, al mismo tiempo, nutre a la gran ciudad y la mantiene viva. Se trata del gran escenario del mundo, Bogotá, resumido aquí, en nuestra localidad; esta villa de Jiménez tiene algo, decía, y eso es algo bueno, por supuesto: su universalidad.

Bogotá no es el paraíso que no existe en ninguna parte, pero sí es la monstruosa urbe contentiva de todo, lo bueno y lo malo, todo; y todo es todo: gente diversa e incluso opuesta que convive uniformada bajo el día a día de una garúa incesante -que, al parecer, hasta al propio Bolívar irritaba-, o bajo un sol criminal que hace parecer un chiste al caribeño sol samario, sol rolo que quema la entraña de la piel, del alma.

Pero el clima es lo de menos. De lo que sí me había olvidado era de la soledad bogotana, esa que todo el mundo parece sufrir con resignación y hasta con ganas: soledad en la casa, en el trabajo, y soledad en la calle. Tan diferente a Santa Marta, ¿no? Allá tenemos una fiesta pública todo el día, con ese calor que nos hace hablar, esa gente que te habla por cualquier cosa, que te toca el brazo, te acompaña. En la capital no es mejor ni peor, ¿diferente?

Una de las cosas que más me gusta de esta ciudad es que todos los colombianos que vienen aquí terminan, tarde o temprano, haciendo su parte en la construcción de la identidad bogotana; pareciera, por ejemplo, como si el ambiente fuera un lienzo en blanco, dispuesto para que los pronunciados y riscosos acentos de la nación pudieran, ya no tolerarse, ya no mezclarse, sino hacerse partes constitutivas de ese rompecabezas eterno que es Colombia, y de alguna forma casar unos con otros, como en una incesante simbiosis de palabras. El tema de los acentos que parecen dialectos es algo digno de ver: muestra como nada aquello de la proximidad humana hecha cierta a fuerza de convivencia.

Debo decir que el legendario mal genio bogotano, aquella consabida grosería de la gente capitalina no es, ni más faltaba, un absoluto. Si bien persisten los temores de siempre entre alguna gente de aquí (sobre todo el temor a lo desconocido, a perder lo propio, a ser ¡invadidos!), la mayoría de las personas no podría ser más colaboradora, amable y cordial, teniendo en cuenta la circunstancias de la ciudad en cuanto a sus dimensiones, dificultades, costos y peligros. La gente aquí hace lo que puede. Por otro lado, siempre que vengo a Bogotá, como todo el parroquiano que lo hace, observo con detenido patetismo al país en que vivo, cuya percepción está un poco limitada, parcializada, en las regiones.

Esta es una nación tan amplia que uno se olvida de ello, y de que la historia está viva aquí: es posible palpar más de cerca esa diferencia entre ricos y pobres que tanto nos separa; pero no como en las ciudades medianas o pequeñas, no, acá se nota que cada uno de los bandos quisiera de verdad negar la existencia del otro. No extraña que el país no se tolere a sí mismo, nada de raro tiene que en Colombia nadie acepte ser, o haber sido, pobre, o al menos parecerlo.

Pues han sido estas unas apreciaciones de Perogrullo, descubriendo el agua tibia -como me dijo un lector hace unos días-, pero he querido compartirlas con mis desconocidos amigos a fin de sentirme más cerca de ellos, aunque, como sabemos, a nuestra cáustica tierra nunca la dejamos del todo, como buenos provincianos -y colombianos- que somos.