Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
Creo que hay dos clases de fracaso, así como, a grandes rasgos, podría decirse que hay dos grandísimos grupos de personas poblando este plane ta. El primer tipo de fracaso es el obvio: el de los fracasados tradicionales.
Díganselo a los pobres de solemnidad de este país, cuyo fracaso no cabe en esta categoría, pero sí el de los perpetradores de su desgracia. Pues fracasados son, cómo no, todos los corruptos y asesinos, aunque vivan pensando lo contrario: que la vida no les va a cobrar nada. Qué saben de la vida. La segunda clase de fracaso no tiene nada que ver con esto, y es más difícil de explicar. Se trata del resultado negativo de las cosas incluso cuando se ha intentado ganar a toda costa, con coraje y determinación, tomando arrojadamente riesgos, dejando atrás imágenes de tibia comodidad, enfrentando la soledad del ostracismo y de la incomprensión ajena; es decir, con prescindencia de todo cuidado por la vida e integridad propias, para, con algo de dureza, romper con el pasado. Es verdad: a veces se hace todo eso, y aun así, se pierde.
Este es un dilema eterno, que, por ello mismo, nunca será resuelto: jamás una sola respuesta pondrá de acuerdo a todos los intervinientes de la cuestión. Al fin y al cabo, siempre habrá fracasados cuyo caletre no les alcance para entender que caer sin hacer trampa, o que cumplir las reglas a pesar del engaño contrario, más allá de toda debilidad, serán siempre el cerrojo que el valiente pone para, como habiéndolo pensado bien lo dijo el sereno Marco Aurelio, vengarse de aquellos de forma impune: “El verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele”. Cuestión esta vacua para algunos, que, sin embargo, tiene mucho sentido para otros: los que creen que muchas veces el resultado final es más producto de la suerte que de otra cosa, y que, por eso, a quien está curado de vanidades, no debe esclavizar su obtención. Que se esclavice el enemigo, aunque gane.
Últimamente, me gusta la gente que pierde, los perdedores, como Messi (¿Messi pierde?), o como el Hacedor que Roosevelt describió en su discurso de París en 1910. Al final, muy al final, la moderación de los sentidos, la calma viril de vivir con la derrota, la cicatriz, la herida misma, son la mejor recompensa. Sigo creyendo, habiendo vivido lo suficiente para saberlo, que el fracaso que es producto de la lucha encarnizada con el destino, no es fracaso ni es nada: es un mero divertimento hecho para los recios, evento caprichoso del que vale la pena burlarse con indiferencia. Y seguir.