Cuba y Fidel

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



No conozco la isla de Martí, pero los caribeños de cualquier parte no necesitamos hacerlo para entenderla. Durante mucho tiempo en el siglo pasado era costumbre para aquellos que tenían medios para viajar tomar un navío hacia La Habana desde Barranquilla o Cartagena, y así poder ver un buen médico, o espectáculos como los del Tropicana. Bogotá no era una opción demasiado viable: lejana, gris, fría y ajena al sabor de la gente de una región que, en los años cincuenta, alcanzó a construir la segunda ciudad del país, pionera en casi todo lo bueno que hay en Colombia.

 

En esa misma época, concretamente desde 1952, un joven abogado llamado Fidel Alejandro Castro Ruz, de casi dos metros, protagonizaba diversos episodios nacionales cubanos: se iniciaba con éxito en la política, gracias a su persistencia, y justo cuando ya garantizaba su elección al congreso del momento, Fulgencio Batista y Zaldívar daba un golpe de Estado que lo dejó con el trabajo proselitista hecho. En la escalinata de la Universidad, entonces, se decidió.

En julio de 1953, Fidel encabezó la desastrosa toma del Cuartel Moncada, en Santiago, que arrojó un trágico saldo para los insurrectos. La vida de Castro fue salvada entonces por una suma de esas casualidades a las que siempre les apostó el hombre de Birán, el guajiro del que se burlaban sus compañeros habaneros de la universidad por su manera campesina de hablar.

Cuando niño, en Oriente, se sostenía de unos rieles aéreos mientras le pasaba el tren por encima de su cabeza: decía que le gustaba sentir el trepidar del monstruo metálico sobre todo su cuerpo. En plena Segunda Guerra Mundial escribió al presidente los Estados Unidos felicitándolo por algo y pidiéndole un billete de veinte dólares: la Casa Blanca agradeció el gesto, y le informó al muchacho que no podían enviar dinero. Era hijo de un duro gallego que había llegado a la isla -cuando esta era española- a pelear la guerra contra los yanquis; terminada la confrontación, el viejo Ángel se quedó y se hizo rico a la brava, con tierras que pudo usar para negociar con los del Norte.

Fidel Castro, que llegaba a la Universidad de La Habana en un lujoso automóvil, se hizo novio de una joven refinada y virtuosa, de apellidos notables, y con la que se casó; casi no iba a las clases, y aun así recitaba de memoria los libros de texto y las leyes que estudiaban. Vivía con el revólver al cinto, abriéndose paso en la política de la época de la forma en que él la entendía. Un día no dejaron entrar a Fidel a un club. A pesar de ser blanco, adinerado, inteligente y demás, no lo dejaron entrar. La Cuba de la época era el caldo de cultivo perfecto para el que supiera aprovechar la situación política universal. Fidel sabía ver la realidad. Juró vengarse.

Tal vez en esa etapa empezó su discurso igualitarista y la reivindicación de su país como mucho más que el burdel de los gringos (lo que, lamentablemente, siguió en cierta medida: sobran los hombres y mujeres que, desesperados, van a la isla en busca de sexo a cambio de dólares…, o de euros). Fidel no era un santo, pero supo encarnar la rabia de un pueblo que gritó de dignidad ante la incertidumbre de los tiempos; mucho antes de hoy, o de Obama, ya había ganado, y su fórmula fue esta: “Para vencer, hay que estar dispuesto a morir”. No muchos están dispuestos a seguir esa consigna.

Por Tulio Ramos Mancilla
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