Improvisación

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La crisis con Venezuela ha develado, entre otras cosas, una absurda realidad: la diplomacia colombiana no existe. Y esto no es fundamentalmente culpa de la señora Holguín, ni más faltaba. Tampoco de Santos, quien, por cierto, es el presidente que más funcionarios de carrera ha nombrado en embajadas y consulados colombianos alrededor del globo. Se trata de una de las muchas lacras del subdesarrollo: si el amiguismo permea como si nada casi la totalidad de la burocracia de la carrera diplomática y consular, ¿cómo podemos esperar que el manejo de las relaciones internacionales esté determinado por una política de Estado que pueda ser aplicada efectivamente al trasluz de la Constitución Política y de los tratados internacionales de derechos humanos, por ejemplo, en situaciones de crisis como la actual?

 

Es decir, ¿por qué aceptamos sin más que deba recurrirse a los momentos de inspiración de los encargados en Bogotá de representar afuera a la República, cuando esto no es asunto de personalismos, sino una por antonomasia cuestión de Estado? Hace una semana escribía yo aquí que la dignidad de la nación colombiana debía ser resguardada en la frontera. Sin embargo, he tenido tiempo para recordar en manos de quiénes está la diplomacia colombiana, y, sobre todo, en manos de quiénes está el dogma del derecho internacional que se entiende en Colombia. Y concluí que no hay esperanza de que se haga lo que, con legítimo orgullo, se tendría que hacer.

Estoy hablando de una especie de club de ilustrados cuya más importante contribución al debate jurídico mundial es ser desvergon-zadamente más papistas que el Papa (fanatismo y poca independencia intelectual). El mundo académico nacional encargado del tema, tan vanidoso como suena -y como es-, además de no aportar mayor cosa al desarrollo de la disciplina en niveles importantes, tampoco lo hace localmente. Tengo alguna experiencia lidiando con sobreestimadas autoridades internacio-nalistas, y por eso se con certeza lo que digo: en lugar de ayudar a establecer las bases para afianzar una legislación nacional que verdaderamente adapte en lo pertinente el derecho internacional que se adopta, la élite académica lo que hace, con su esnobismo habitual, es perpetuar nuestra vocación de paisito periférico.

El resultado de esta actitud arrodillada es lógicamente el previsible: cuando hay una emergencia que requiere para su superación no solo de conocimiento de lo que otros han dicho, sino de una teorización propia de lo que se enfrenta, hay un gran vacío. La improvisación reina cuando no hay claridad sobre la identidad, sino apenas un remedo de lo ajeno. Por esto en Colombia no existe una verdadera política pública que deba ser aplicada para casos en los que la dignidad nacional está en juego frente a extranjeros. Lo único que se encuentra es lo de siempre: la grandilocuente repetición de lo que otros han fijado en otros lugares: la carencia de autonomía. No es de extrañar, pues, que a un país que consiente en que esos guetos de parásitos mentales proliferen en la vida pública le falten al respeto impunemente. Mientras, la verdadera Colombia, es decir, la de la gente que ni sabe ni entiende de estas cosas, padece la tragedia de no ser honrada como patria.