Ser caribeño es un privilegio y un enredo. Uno puede ser cartagenero, samario, dominicano, cubano, o venezolano, pero siempre seremos algo más grande: hijos del Caribe, con sus mares turbulentos, su sol ardiente y su gente de alma vibrante. Por eso, cada vez que alguien me confunde con venezolano, sonrío. No hay ofensa. Amo a Venezuela y a su pueblo, como se ama a un hermano que vive un calvario.
Sin embargo, hay algo que no comparto, y lo digo con el respeto que se merecen quienes han sufrido bajo el yugo de una dictadura que no parece tener fin. Hay sectores de la oposición venezolana que parecen vivir en un estado de fantasía digital. Suben fotos a Instagram, lanzan hashtags en Twitter, y esperan que el mundo entero, con sus propios problemas, llegue a resolverles la tragedia. Como si una publicación con un filtro bonito y una frase desgarradora fuera suficiente para derribar el aparato de opresión que los asfixia.
Queridos hermanos, la historia del Caribe nos lo ha enseñado: la libertad nunca llega fácil. Miren a los haitianos, que abrieron el camino y echaron fuera a los franceses con sangre, fuego y sacrificio. Miremos nuestra propia independencia, plagada de batallas, conspiraciones y mártires. El opresor no se conmueve con "me gusta" y la justicia no se mide en cuanta gente da "compartir".
Sí, entiendo que el mundo digital es una herramienta poderosa. La denuncia es importante. Las imágenes desgarradoras que circulan en redes han puesto al mundo a mirar, aunque sea de reojo, lo que pasa en Venezuela. Pero pretender que los problemas de un país se resuelvan con presión internacional es, al final, una forma de renunciar a la responsabilidad histórica que les corresponde.
Porque, ¿quién cree que Estados Unidos, Colombia, o cualquier otro país que también lidia con sus demonios internos, se va a alzar en armas por ustedes? Nadie. Y no porque no lo merezcan, sino porque el costo de la libertad siempre lo paga quien la busca.
Y aquí es donde vienen las palabras incómodas: la libertad de Venezuela no llegará sin sangre, sin plomo y sin huevos. No es una invitación a la violencia gratuita, sino una dura constatación de que la historia humana no ha dejado otra alternativa frente a regímenes que solo entienden la fuerza.
Venezuela no es la primera en enfrentarse a esto, ni será la última. Pero si algo nos enseña la historia, lo realmente importante, es que las revoluciones no se hacen con selfies. Y aunque yo, caribeño al fin y al cabo, no pueda más que mirar desde la orilla y lamentar, también espero que el pueblo venezolano encuentre en sí mismo esa chispa que lo ha hecho grande. Porque cuando esa chispa se encienda, ni Instagram ni ninguna dictadura podrá apagarla.