Kamala Harris no pudo hablar. Y cuando digo esto, me refiero a que no logró articular un mensaje claro, una idea potente, algo que se sintiera verdadero. De esos momentos que definen a los políticos, que los hacen resonar en el aire, que uno los recuerda porque expresan lo que uno no sabe decir, pero que, al escuchar, tiene la certeza de haberlo pensado. Pero Harris no tuvo esa capacidad. A lo largo de su campaña, se desdibujó entre las palabras vacías de siempre, las promesas que no se cumplen y los gestos que no significan nada.
En un contexto donde la política parecía pedir a gritos algo distinto, la campaña de Harris no ofreció más que un eco. Y no es que no hubiera detrás de ella una historia interesante: una mujer, hija de inmigrantes, ascendiendo a la más alta esfera del poder. Pero la política no vive de símbolos. La política vive de lo que uno puede ofrecer, de lo que uno puede defender. Y Harris no pudo defender nada con fuerza, más allá de su propia figura. Quiso ser la conciliadora, la que uniera a todos en un país tan fracturado, pero la conciliación no es suficiente cuando la gente está buscando respuestas concretas, cuando lo que se pide no es una sonrisa ni una promesa, sino una postura.
Uno de los momentos más claros de esa falta de claridad fue su respuesta al conflicto israelí-palestino. En lugar de hablar con la firmeza que se requería, Harris se movió en un espacio ambiguo, incapaz de ofrecer una posición clara. Fue una de esas situaciones en las que el silencio resulta más elocuente que las palabras, pero, en este caso, las palabras de Harris solo consiguieron exacerbar la frustración de quienes buscaban algo más que una diplomacia vacía. Su falta de claridad no fue un error táctico; fue un síntoma de su incapacidad para ser genuina en un contexto global que demandaba algo más que la neutralidad superficial. Quiso ser aceptada por todos, y en ese intento, se perdió.
Lo que Harris no entendió, y lo que su campaña reflejó con toda su cruda evidencia, es que en un momento de crisis, la gente no quiere una política que se diluya en la moderación. Quiere a alguien que se atreva a decir, que se decante, que se defina. Y ella nunca se definió. En su intento de conectar con todos, perdió la posibilidad de conectar con cualquiera. Su campaña, en lugar de ser un espacio de lucha por algo real, fue un campo de equilibrios inestables. Las promesas de unidad no significaron mucho cuando no venían acompañadas de propuestas audaces o decisiones valientes.
El problema no fue que Harris no tuviera algo que ofrecer. El problema fue que no supo ofrecer nada que fuera capaz de tocar a la gente en el momento adecuado. Había algo en su discurso que no lograba llegar, que se quedaba en la superficie, como una conversación que no va a ninguna parte. Los votantes no querían un discurso vacío ni una sonrisa que no decía nada. Quiero pensar que Harris sabía esto, pero que no encontró la manera de superar las barreras que el sistema político le impuso, o que, quizá, nunca supo cómo hablar con la urgencia que se pedía.
Al final, no fue la falta de simbolismo lo que le costó la campaña, sino su falta de verbo, de carácter, de postura. La política requiere que se digan las cosas con claridad, con riesgo. Y, si algo ha demostrado el fracaso de Harris, es que cuando la política se queda en el limbo de las promesas sin forma, termina por desaparecer.