El exilio de Edmundo González: Nicolás Maduro y el país que expulsa a sus hijos

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Escrito por:

Luis Acosta Alzamora

Luis Acosta Alzamora

Columna: Opinión

e-mail: luisd.acosta@urosario.edu.co

Edmundo González, exiliado. Dos palabras que parecen pequeñas frente al abismo que describen. Un hombre sale de su tierra, no porque lo quiera, sino porque el país que fue suyo ya no le pertenece. Venezuela, bajo el mando férreo y asfixiante de Nicolás Maduro, sigue expulsando a sus hijos, uno tras otro, como si la tierra misma los rechazara. Pero no es la tierra la que los empuja. Es el régimen, ese aparato que, a fuerza de control y represión, ha convertido a Venezuela en una jaula, donde el aire se siente denso y la vida pesa.

La salida de Edmundo González no es una excepción. Es un episodio más en una larga historia de huidas, de partidas forzadas, de rupturas irreparables entre un país que no sabe cómo sostener a sus propios ciudadanos y un gobierno que parece complacerse en empujarlos al abismo. González, como tantos otros antes que él, se va. Y al irse, deja atrás un espacio vacío, una ausencia que, lejos de ser pasajera, se vuelve permanente. Porque el exilio no es solo un lugar físico, es un destierro emocional, una fractura con las raíces que define el futuro de los que se van y de los que se quedan.

Nicolás Maduro, ese presidente que se aferra al poder como quien se aferra a un trozo de madera en medio de un naufragio, sigue construyendo su gobierno sobre el desarraigo. No gobierna un país, gobierna una diáspora. Venezuela, la Venezuela real, está dispersa por el mundo, fragmentada en millones de vidas que fueron obligadas a buscar en otros lugares lo que su propio suelo les negó. Maduro, con su retórica de resistencia y su narrativa de lucha revolucionaria, ha creado una nación en fuga, una nación que se ha visto obligada a escapar de su promesa de liberación.

El caso de González, por supuesto, es emblemático. No es solo un ciudadano cualquiera. Es una figura pública, alguien cuya partida tiene eco, cuyo exilio resuena más allá de las fronteras de Venezuela. Pero ese eco no es solo el suyo. Es el eco de miles, de millones, de venezolanos que, como él, han tenido que dejar atrás sus hogares, sus familias, sus historias. Y todo esto ocurre bajo la mirada fija de un gobierno que, lejos de sentir vergüenza, sigue adelante como si nada. Maduro, con su sonrisa impasible y su discurso de resistencia, sigue al mando de un país que ya no existe.

Lo que el exilio de González revela, una vez más, es la profunda desconexión entre la Venezuela que el gobierno de Maduro pretende representar y la Venezuela que verdaderamente existe. Maduro habla de patria, de soberanía, de dignidad. Pero ¿qué patria puede haber en un país que expulsa a sus propios hijos? ¿Qué soberanía se construye sobre la represión y el miedo? ¿Qué dignidad queda cuando los ciudadanos huyen, no porque lo deseen, sino porque quedarse significa morir lentamente, atrapados en la miseria, la desesperanza o la persecución?

Edmundo González, al igual que tantos otros, se ha ido. Pero no se va solo. Su partida es un recordatorio de que el país sigue desangrándose, que Venezuela sigue despojándose de su gente, de su talento, de sus voces. Maduro, en su afán por perpetuarse en el poder, ha construido un gobierno que se sostiene en el vacío. Porque un país sin su gente no es más que un cascarón, una estructura vacía que, tarde o temprano, se derrumba.

La salida de Edmundo González no es solo un acto individual. Es un síntoma de un régimen que ha fracasado en lo más esencial: mantener a su gente unida, mantener a su gente viva. Y mientras Nicolás Maduro sigue hablando de resistencia, de lucha y de revolución, Venezuela sigue escapando por las fronteras, en cuerpos y en mentes que ya no pueden soportar el peso de vivir bajo un gobierno que los ha traicionado.

Maduro se queda. González se va. Y el país, el verdadero país, se sigue desintegrando, pedazo a pedazo, alma a alma. ¿Hasta cuándo puede una nación existir solo en la memoria de los que la han dejado atrás?

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