La película de la vida

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Es un hecho suficientemente probado que me gustan las cosas gratis: tal vez por eso me volví un asiduo del festival de cine que organizó la Alcaldía de Bogotá durante el fenecido enero en un lugar llamado por todos La Cinemateca, en pleno centro de la capital.

Se trata de una sala con capacidad para unas doscientas personas, sentadas todas, pero cuyo aforo se incrementa con los cinéfilos que dejan entrar después de cerrada inicialmente la función, con la expresa admonición de que estarán de pie, o sentados, pero en el piso de los pasillos, lo que a ninguno de ellos parece importarle -tan ñoños-, más allá de que, opino, la seguridad de una eventual evacuación de emergencia podría verse seriamente afectada con ese gesto de bonhomía.

Yo en cambio nunca he estado en ningún pasillo muriéndome por ver una peli, por supuesto, y eso es así simplemente porque siempre he tenido la precaución, la no-ñoñez -dígame usted-, de hacer la respectiva fila durante una módica horita, o una horita y media (un día la hice por dos horas), lo que en realidad no me parece la gran cosa, si se tiene en cuenta que lo que uno recibe a cambio es ampliamente satisfactorio en términos de cinematografía: filmes de hace cuarenta, cincuenta, sesenta o setenta años que no se pueden ver en ninguna otra parte, y que bien podrán servir para arrullarse uno durante una noche de insomnio involuntario.

¿Qué tal "María Candelaria", "The woman in the window", o "The dirty dozen" para echarse un sueñito? Invencibles. Sin embargo, cuando se quiere ver algo más de lo habitual, menos de lo mismo, verdadera originalidad, independencia y creación, toca dirigirse a esas películas de ayer que les mostraron a muchos de los cineastas de hoy a hacer las cosas comme il faut.

Desde luego no todo es ganancia: hace unas semanas hice mi fila, esperé la entrada, me arrellané en mi puesto con toda fruición estética, y aguanté casi una hora (de las dos largas que eran) ahí sentado, llevado al límite de mis fuerzas.

Estaba viendo una cinta tailandesa que en 2010 ganó el premio a la mejor película en el Festival de Cannes, uno de los más prestigiados del mundo: justamente con ese estímulo había ido, emocionado, a ver esa historia, de la que lamentablemente no pude saber con antelación que era producto de una suerte de post-realismo mágico/fantástico en la que el viejo protagonista ralentiza el alma y las ganas de vivir de los espectadores con el relato de sus vidas pasadas: cuando era un simio, cuando era un búfalo, cuando no sé quién estaba muerto, y cosas por estilo… Virgen santa. Todavía sufro cuando me acuerdo.

Podría parecer hilarante a algunos, pero nada hay más real que una película cuando esta logra -como las buenas novelas- con su fotografía, con su música, con sus diálogos, con toda la carga emocional que sus actores logran transmitir, la recreación de la vida vivida que vivimos todos los días, recubriendo con su poción mágica, hechizando, a la rutina aparentemente intrascendente a la que estamos condenados.

Evasión. Sí, evadir la dura realidad es lo que se busca: pero evadirla para luego enfrentarla mejor. Hay que ver los rostros de la gente que sale de La Cinemateca, por ejemplo, después de haber visto sus existencias -o parte de ellas-o las de gente que conocen o padecen, desmenuzadas en la pantalla hasta en el más grande detalle milimétrico, descompuestas, como si se tratara realmente de un ejercicio de diván sicológico.

Hay que ver esos rostros llenos de verdad, que después de ver lo que antes no han podido, mientras caminan buscando la salida hacia la calle inexplicada, están tomando su decisión, presiento: la de no ser más espectadores, sino en adelante protagonistas de la película de sus propias vidas. Nada de qué preocuparse, pues en la mayoría de los casos se trata de un efecto pasajero que dura como quince minutos.