El peligro de una improvisada transición energética

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Escrito por:

Saúl Hernandez Bolivar

Saúl Hernandez Bolivar

Columna: Opinión

e-mail: saulhb@gmail.com



A ese paladín del medio ambiente en que quiere convertirse Gustavo Petro, hay que bajarle la caña antes de que por supina ignorancia nos ponga a vivir como en la etapa preindustrial, alumbrándonos con velas de cebo. Resulta que la semana anterior la empresa Enel inauguró la planta de energía solar más grande del país en el corregimiento de La Loma, municipio de El Paso, departamento del Cesar, a la que Petro le dio la bienvenida con el cuento de que todas las termoeléctricas del país deberían ser remplazadas por energía renovable solar o eólica.

Eso puede sonar lógico y bonito, por supuesto, pero viniendo de la boca de un demagogo irredento, es necesario pasar la idea por el cedazo de la realidad y ponerle números para concluir que nuestra estructura energética no puede remplazarse por panelcitos solares sin correr el riesgo de quedar a oscuras. Para empezar, recordemos que todo complejo de generación eléctrica de origen solar, eólica, mareomotriz, etc., requiere un soporte de energía convencional (térmica, hídrica, nuclear…) para encenderlo cuando el sol no alumbre y el viento no sople, que es más de la mitad del tiempo.

Es decir, es que el romanticismo medio ambiental ha llevado a creer a muchos que un parque solar funciona 24/7, con baterías que se cargan durante el día para proveernos de electricidad limpia en la noche. Sin embargo, eso no suele ser así por diversas razones; entre otras, porque la gran cantidad de baterías necesarias haría impagables tanto la instalación como el servicio, con el añadido de que la elaboración y disposición final de dichas baterías traería un enorme costo para el medio ambiente. Además, porque el cargado de las baterías durante el día ocuparía la mitad de la capacidad de generación del parque, reduciendo significativamente su oferta.

La planta de La Loma, cuya construcción duró más de tres años, solo produce 187 megavatios que no constituyen ni el 8% de los 2.400 MW de Hidroituango con sus ocho turbinas en funcionamiento (faltan cuatro). Como quien dice, mientras la megacentral va a producir el 17% de la energía nacional, La Loma aportará poco más del 1% siempre que haya un verano insufrible y la planta esté a pleno sol, más o menos entre las ocho de la mañana y las cuatro o cinco de la tarde. En cambio, en invierno, en días nublados o en horas de la noche, tocará prender una termoeléctrica o una hidroeléctrica para suplir esos 187 MW de energía “limpia” pero inexistente. Pura demagogia.
En verdad, tardaríamos décadas en construir siguiera diez plantas como La Loma para igualar solo la capacidad de Hidroituango, pero nunca se resolvería su necesidad de un respaldo. Cometeríamos crímenes irreparables como el de subutilizar, como en La Loma, más de 400 hectáreas de terreno plano (más de 600 canchas de fútbol) en cada uno de esos parques solares, cuando deberían estar sembrados de arroz, maíz, palma de aceite, algodón, frijol, caña panelera, plátano, ganado de leche y carne, y hasta café, que son los productos que más se dan en el Cesar, donde no todo es carbón.

Sorprende que, de las 33 plantas nuevas asignadas en la subasta de energía, solo 3 sean termoeléctricas y las 30 restantes sean solares. Eso significa que en unos años no tendremos energía en las noches. Hoy contamos con 47 plantas de generación eléctrica, 24 hidráulicas y 23 térmicas. Eso porque tenemos el privilegio de contar con agua a borbotones y una geografía que facilita la construcción de embalses, lo que ha dado por resultado uno de los esquemas energéticos más limpios y baratos del mundo.

Lamentablemente, la contingencia de Hidroituango, a pesar de no haber provocado ni un solo muerto, le cerró la puerta a nuevas hidroeléctricas con un discurso falaz, aun cuando la planta solar más grande del mundo, en California, apenas produce un tercio de lo que el Cauca va a generar en Ituango de manera verdaderamente limpia y renovable. La solución no es la energía solar, y menos si quien lo dice es alguien que padece de una ruptura patológica entre el discurso (lo que piensa) y la realidad. En un descuido, este inepto nos deja en penumbras para siempre.


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