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Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Todavía no se sabe muy bien si lo que pasó en la instalación de la nueva legislatura del Congreso de la República, el pasado 20 de julio, fue un certero acto de componenda política del experimentado Iván Name a partir del trabajo previo de los votos, o si más bien todo se trató de una pesca en río revuelto a la más vieja usanza, para la que sirve el anzuelo de agua dulce con punta estilo “divide y vencerás”. Quién puede saberlo: acaso los que coinciden allá adentro cuando les toca ir. Desde aquí afuera lo que alcanzó a otearse es que el elíptico era un salón incomprensiblemente confundido por tener que esperar al presidente de la República, como si no se supiera de antemano que él ni una cita de este tipo puede cumplir a tiempo, para luego entregarse al sopor de su cansada perorata etérea del fin del mundo, mientras en Colombia los negocios urgentes de cada día andan huérfanos. 

Es probable que la elección de Name como presidente del Senado se haya debido simplemente a una combinación de las circunstancias que le fueron favorables en ese momento definitivo: la aparente traición del Gobierno a Inti Asprilla, quien al borde de un llanto infantil se relamía las heridas en público; la excesiva confianza de Angélica Lozano, beneficiaria de la jugadita a su colega Asprilla; y quizás la propia alocución radical e intransigente del presidente Gustavo Petro, que en nada ayudó a enviar señales de moderación y buen gobierno (más de lo mismo de este primer año de administración que termina). Sumadas las ventajas dadas, la cohesión de tales con la propuesta del autoproclamado candidato Name quizás se diera gracias a su verbo encendido de otras épocas, cuando no se podía ser político si no se declamaba fuerte y claro, a lo mejor mediando algún traguito.

No pretendo afirmar con esto que se es mejor político (es decir, representante legítimo del pueblo) si se habla articuladamente y sin dudas ante una multitud, o que de ello se desprenda necesariamente la conclusión apresurada de que el orador de raza posee virtudes intelectuales o morales superiores. De hecho, creo que puede ser lo opuesto. La cuestión es que no me imagino a todos estos recientes soldaditos de las causas puras e incontrovertibles por las que se hacen votar persuadiendo a una plaza brava (y, así, exponiéndose al desmentido de sus enemigos en “tiempo real”) sin papel en mano, sin la cámara del celular como audiencia, careciendo de la ayuda de sus equipos humanos y técnicos, solos, como Dios quiso que se viera al miedo en este valle de lágrimas.

La vasta mayoría de los que ahora resultan elegidos para hacer oír la voz de sus electores ni se preocupa por cultivarse en eso que los llamados políticos tradicionales se esforzaban por demostrar antes en cuanto zafarrancho electoral había, aunque en realidad muy poco fuera como parecía ser: coraje para prevalecer en la cara del contrario. En su lugar, esta novísima política se concentra en mostrarse más sincera, y por eso insinúa no necesitar de proclamas, sino de ideas, como si no dependieran las unas de las otras; pero acaso esta tampoco será la salida para el duro diferendo social colombiano. Si lo fuera, ello significaría que es dable impostar el liderazgo, y, con él, el valor.