El 27 de julio de 2022 pasará a la historia como el día en el que la justicia internacional destapó los embelecos de la democracia colombiana. Fue entonces cuando se dictó el fallo del caso integrantes y militantes de la Unión Patriótica versus Colombia, en el que la Corte Interamericana de Derechos Humanos concluyó que este país vive en lesa humanidad.
La contundente decisión solo se dio a conocer a fines del mes pasado, pero su cumplimiento implicará enormes esfuerzos políticos y financieros en el corto y medio plazo para garantizar la verdad, la memoria y la reparación de las víctimas.
Para hacer realidad la democracia colombiana, es necesario comprender el contenido de las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sus fallos nos dicen que Colombia es formalmente un Estado de Derecho, pues llevamos decenas de condenas y no damos muestras de querer cumplir las órdenes que imparte. Esta situación es mucho decir, si se tiene en cuenta que la Corte tiene nueve casos en trámite, ha dictado cuarenta y cuatro sentencias, y ha practicado ciento diecisiete medidas provisionales en relación con nuestro Estado.
Sin lugar a duda, el fallo más representativo hasta el momento es el de los integrantes de la Unión Patriótica. Dejó en evidencia que la violencia sistemática y estructural, así como la complicidad de los grupos armados y los agentes del Estado, exterminaron a casi todos los miembros de un partido político por su orientación ideológica, con la intención de impedir su acción en todos los ámbitos de la vida social. Las víctimas tuvieron que esperar treinta años de litigio para que, por fin, la justicia internacional ordenara remediar las falencias de nuestro Estado, incapaz de garantizar el acceso a la justicia, el derecho a la vida y la libertad de asociación, entre otras violaciones a la Convención Americana de Derechos Humanos.
El fallo desenreda las marañas de nuestra funesta historia política. Cuando el Estado se abstuvo de proteger a los miembros de la Unión Patriótica, era porque el exterminio estaba siendo causado por sus agentes. Los representantes de la «república» fueron los mismos que ordenaron «matar y callar», e impidieron que se conociera la verdad, se materializara la justicia y se renovara la política. El móvil de los agentes del Estado era la permanencia en el gobierno, y la única forma de lograrlo fue acribillando a sus contradictores, aspirantes a ejercer el poder con formas y estrategias nuevas. Quienes hemos vivido en carne propia la violencia podemos decir que, durante la época más oscura del siglo XX, ese fue el modus operandi de la elite clientelista colombiana: aniquilar al «enemigo interno».
Es por este motivo que la sentencia explica cómo las instituciones electorales, que supuestamente deben proteger la democracia, eran las encargadas de finiquitar el exterminio. El primer paso consistía en desaparecer (521 casos), ejecutar (3170 casos), desplazar (1596 casos), torturar (64 casos), perseguir (19 casos) y lesionar (10 casos), o simplemente intentar hacerlo para intimidar (285 casos). Pero la condición sine qua non para la consumación de sus intenciones era inviabilizar las aspiraciones electorales de los miembros restantes del partido, retirándole la personería jurídica bajo el diabólico e inaudito argumento de no lograr el umbral electoral previsto en la Constitución. ¿Cómo podrían haberlo hecho si antes acabaron con todos?
En fin, esta providencia internacional es un llamado más a la reconciliación. La concentración del poder es el gran enemigo de la deliberación y las diferencias, porque lleva a pensar que la solución consiste en eliminar al contradictor. Es hora de las nuevas prácticas políticas, de dejar de invitar a salir berraco a marchar, sin importar el sector al que se pertenezca. El mal ejercicio del poder y el desconocimiento del Estado de derecho son factores determinantes de más violencia, de la emotividad que instiga el sectarismo.