Lecciones aprendidas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Jesús Dulce Hernández

Jesús Dulce Hernández

Columna: Anaquel

e-mail: ja.dulce@gmail.com



Siempre lo he dicho: este es un país de desagradecidos. Pasó con Bolívar, con Uribe y seguro con Santos. Aquí se nos olvida todo. Es un Alzheimer perpetuo en el que vamos por la vida haciendo y deshaciendo.

El 31 de diciembre de 2019 The New York Times publicó un artículo de Juan Villoro titulado “¡Paren la década, que me quiero bajar!”, en el cual hace una reflexión sobre los principales acontecimientos que marcaron los últimos diez años en el mundo. En ese recuento, el escritor mexicano nos recuerda cómo este es el planeta de la inexperiencia, en el que somos incapaces de aprender de los errores y fracasos del pasado como especie, en el que la demagogia nos abrasa hasta quemarnos con promesas que se sustentan en experiencias fallidas. Nada más cierto. En materia de gobierno, son los discursos radicales extremistas los que marcaron la pauta en esta última década y lo harán en la que sigue, como si el mundo no hubiera padecido antes ya lo suficiente con la locura en el poder.  Por eso cada día me convenzo más de que esta es una especie que no merece gobernarse a sí misma, porque hemos demostrado que de nada nos sirve estar dotados de razón cuando seguimos actuando con las vísceras.

En Colombia la realidad no es muy distinta. Hace poco fue noticia el hecho en el que el expresidente Uribe le dijo en Santa Marta a un estudiante que lo tildó de mal presidente, la siguiente frase: “Cuando empezó mi gobierno estabas chiquitico, no sabes qué pasó ni sabes qué se hizo. Están muy desinformados ustedes por los profesores”. Aparte de que me encanta que le diga chiquitico, creo que hay un mensaje de fondo que vale la pena revisar. Yo no me considero uribista, pero si algo uno no puede afirmar en esta vida es que el señor fue un mal presidente, como tampoco Santos lo fue, porque faltaría a la verdad. Pero, repito, acá se nos olvida todo. Se nos olvida cómo estaba el país antes de que Uribe llegara al poder. Se nos olvida cómo crecimos económicamente como hace mucho tiempo no lo hacíamos o cómo, aunque muchos no lo admitan, el país vio nacer la consolidación del partidismo de izquierda en cabeza del Polo Democrático. La posibilidad, no digamos ya del petrismo sino de la izquierda como la conocemos hoy, se le debe en parte al respeto y la importancia que en su momento le dio Uribe al debate político.

Por su lado, también hay quienes quieren desconocer la labor de Juan Manuel Santos en la presidencia, otro error. Uno puede tener discrepancias con las ideas o las formas de los presidentes, pero hay que saber reconocer cuándo un mandatario hace bien su tarea. El momento en el que Uribe gobernó, el país necesitaba un Uribe. Santos por su parte logró lo imposible y lo que le critican es el costo, pero un presidente que lucha así por la paz nunca podrá pasar a la historia como un mal presidente. A Santos se le debe ese otro país, que reconoce lo diferente, que se esmeró por escuchar y pasar la página venciendo el miedo a lo distinto, a que nos dijéramos unas cuántas verdades, un diálogo que tampoco habría sido posible, como lo reconoce el mismo Santos, sin la labor previa de Álvaro Uribe. Si con Uribe volvimos a creer en nosotros como país, con Santos volvimos a creer en nosotros como personas. 

Por eso el mensaje de Uribe en la playa es interesante, porque nos recuerda lo desagradecidos que somos y nos insta a revisar la manera en la que nos estamos educando, bajo qué parámetros y con qué información. No se trata de volver a la gente uribista o santista o castro-chavista, sino de que ojalá tuviéramos una materia obligatoria en todo el bachillerato sobre lecciones aprendidas, que no es lo mismo que historia. La historia se ha enseñado como algo anecdótico y sin función personal, pero es quizá lo único que puede salvarnos cuando se conoce bien aquello en lo que fallamos.  Razón tenía Bolívar cuando gritaba en su delirio antes de morir: “vámonos, vámonos, que esta gente no nos quiere”.