Navidad, navidad

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Joaquín Ceballos Angarita

Joaquín Ceballos Angarita

Columna: Opinión 

E-mail: j230540@outlook.com


Tu sola evocación suscita ensueño. Trae a la memoria plácido huracán de albricias y nostalgias. Vivifica en mágica catarsis la amable semblanza del solar nativo, tranquila heredad de los mayores y edén donde corrieron felices días irremisiblemente ocultos en la bruma del pasado.
El candor de la infancia con la inocente esperanza del regalo celestial: el advenimiento del Niño Jesús y el obsequio navideño. La reunión familiar alrededor del pesebre. La lectura de las novenas, la entonación de Villancicos y el sonar de panderetas. La silueta corporal de los seres queridos que ya no están con nosotros en el espacio terreno porque fueron llamados a morar en el paraíso del descanso eterno.

La remembranza del nacimiento de Jesús hombre-Dios, tiene la fuerza cósmica de insuflar en el alma colectiva un estado anímico propicio a la fraternal convivencia. Produce una apertura espiritual que impulsa de modo espontáneo a vivir en armonía, a deponer rencillas; que hace brotar del inconsciente humano sentimientos puros, nobles, destellos altruistas. Época oportuna para lograr un reencuentro con nuestros congéneres, como hermanos que somos, hijos de un mismo Padre, autor del universo, Salvador y Redentor de todos los mortales.

Tiempo que invita a la reflexión serena. A hacer una pausa en el turbión proceloso de la cotidianeidad, más aun en el trajín convulso de las confrontaciones políticas, económicas, sociales, laborales, etc. Son días adecuados para desarrollar las potencias sublimes que cada criatura guarda en las celdas de su interioridad. Días fecundos que hacen brotar de la reconditez individual las excelencias del espíritu: afecto, magnanimidad, conmiseración, solidaridad, comprensión, generosidad.

Instantes gratos y ojalá prolongados que nos impulsen a cumplir las reglas del Decálogo, preceptuadas por el Rey de reyes, Señor de señores, Legislador Supremo, autor del prodigio universal: Dios. Si en esta Navidad nos proponemos revestirnos de la fuerza psíquica que nos conduzca a practicar esos mandamientos, le estaríamos expidiendo certificado de defunción y dándole navideña sepultura al postulado de Thomas Hobbes: “El hombre es lobo para el hombre”. Tendríamos una sociedad justa, tranquila, próspera y en paz. Sin odio y sí con el afecto derivado del mensaje divino: “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado”, salido de los labios de Jesucristo. Obedezcamos la sagrada imprecación del Dios humanado. Intentemos ser respetuosos de su suprema ley.

Tratemos de hacer bien hecho cuanto nos corresponda hacer. Pidámosle al Padre celestial ayuda para acometer ese plausible anhelo, y seguro que podremos lograrlo, si procedemos persuadidos de que es más fácil obrar bien que actuar mal. Despojados de ánimo polémico, sin caer en casuismo dogmático, proponemos el ejemplo siguiente: Enseñan los científicos del Derecho Penal que, para cometer un homicidio voluntario, el sujeto activo de la conducta criminal debe recorrer tres etapas: la ideación: en la que concibe mentalmente el propósito homicida; la preparación: en ella provee los elementos necesarios para llevar a la práctica la intención estructurada en la mente; y la de ejecución: en esta pone en actividad los medios idóneos para que se cause el designio ideado y preparado.

A esos tres momentos se les llama iter criminis. Camino del crimen. Es ese el periplo que suele recorrer el agente que intencionalmente quiere matar a otro. A contrario sensu, quien no abriga animus occidendi, no tiene que transitar por esa vía aviesa. No necesita ocupar su cerebro maquinando el pensamiento macabro; tampoco tiene que reunir los medios materiales para llevarlo a cabo; ni es menester despliegue físico para consumar el delito.

El ejemplo utilizado resalta que es mejor y más fácil no matar que matar, hacer el bien que hacer el mal, practicar la virtud, vivir sanamente, sin depravación, antes que zambullirse, como suicida, en el vicio que aniquila moral, mental y somáticamente. Que devasta a la persona humana y la convierte en “… tiras de piel, cadáveres de cosas”.
Celebremos, con alborozo cristiano, esta Navidad, amables lectores.