Don Antonio David

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Cuando la tarde ya no podía ocultar su agonía y el sol comenzaba a descender vertiginosamente hasta perderse en el horizonte escueto del mar Caribe, don Antonio David se asomaba a la puerta de su almacén de telas listo para emprender su caminata diaria hasta El Camellón a tomar “el fresco” de la tarde, que para su nieta Emma no era más que una bebida fría que tomaba siempre a esa hora para aliviar los calores del cuerpo y las calenturas del alma.
Con paso firme pero lento se aproximaba a la bahía, dejando marcadas las huellas de su gigantesco espectro en el suelo arcilloso de la Calle de La Cruz.

Ya El Camellón lucía un adoquinado de última moda. La brisa de la Sierra pegaba con fuerza sobre su cabeza, moviéndole las cuatro hebras grises que salían por debajo del ala de un Barbisio bien encajado. Se encontraba con amigos y paisanos de El Líbano con quienes departía hasta bien llegada la oscuridad de la noche más samaria. Se movían como sombras sigilosas vestidas de caqui y mangas largas de lino blanco, mientras se alejaban de los aromas y los adormecedores ritmos del mar. Don Antonio regresaba al edificio de dos plantas que era almacén y casa.

El más moderno que él mismo pagó en la esquina de la doce con el callejón de La Estación, el primer corredor comercial que existió hasta la Plaza del Mercado Público a un costado de la Iglesia de San Francisco.

Tenía visión para el negocio. Supo ubicarse. Escogió el transito fortuito entre La Estación a donde llegaba el “tren carguero” de la Zona y la Plaza del Mercado. El comercio, en parte manejado por inmigrantes italianos (Dante Baratta, De Angelli, Di Napoli, Caputo y Gallo), libaneses (David y Chain) y polacos (Gertrudis de Laos), se fue haciendo a locales en este lugar para proponer la venta de telas finas, relojería, calzado de marca y confecciones, principalmente. La jerga samaria distinguía a los extranjeros varones como “monchuos” y como “madams” a las hembras, tal vez imitando el sonido francés de Monsieur y Madame. Lo de este libanés de cepa, eran las telas que distribuía de Tejicondor, ofreciéndolas a un menor precio y fiadas. Pero en la cuadra también estaba la botica de Marcos Rosado, la tienda de abarrotes de Joaco Zúñiga, una refresquería y billares de nativos conocidos.

Se puede apreciar en lo que queda de la estructura formal del edificio, un esfuerzo inmenso por hacerlo ver como una obra del Art Decó que pudo haber sido diseñada y construida por el arquitecto cubano Manuel Carrerá cuando estuvo por vez primera en la ciudad en los años treinta. Un alero suspendido que le da la vuelta a la edificación y es capaz de proteger a un ejército de las lluvias, alturas de cuatro y cinco metros con columnas y vigas de concreto reforzado, enchapes de colores brillantes en fachadas, ventanas corridas a una segunda altura y claraboyas rectangulares para que circulara el aire. “Todos los materiales eran importados de Alemania, por eso han durado tanto”, dice Emma con un orgullo que le sale de un suspiro.

Don Antonio murió hace más de cincuenta años detrás de su escritorio en la bodega de telas que tenía en la calle 14 (La Cárcel) con sexta, tenía en sus rodillas al nieto. Fue el primer regalo-bomba del que se supo sonó en Santa Marta y del que ya nadie se acuerda como recordamos ahora las tardes aquellas cuando tieso y majo salía a “tomar el fresco”.