La sola idea de ir, siempre había despertado en mí una ansiedad particular, parecida a la emoción colegial de conocer a un ídolo de la infancia.
Por años me había preguntado qué tal sería estar allí, en el núcleo de todo, en la cuna de las editoriales, disfrutando de aquella celebración de las letras en el país que por antonomasia debía organizar la fiesta literaria más apoteósica de todas. Pues ese sábado, caminando de la mano con mi novia por el paradójicamente oportuno “Paseo de Colombia” del parque El Retiro, habría de descubrirlo. Siguiendo las vaporosas instrucciones de varios vendedores ambulantes, divisamos a lo lejos las clásicas casetas blancas que como prístinos dientes de una sonrisa kilométrica nos daban la bienvenida. Por fin sabría lo que se siente participar en la Feria del Libro de Madrid.
El Paseo Fernán Núñez es un amplio sendero peatonal que atraviesa el parque a todo lo largo desde la Calle O’Donnell hasta los deslumbrantes jardines de la Rosaleda que desembocan en el Paseo Uruguay. Por ser un parque público la entrada al evento es gratuita y eso me hizo reflexionar sobre lo desmotivador que es pagar una boleta para asistir a cada Feria del Libro en Bogotá. Tal vez, si en lugar de depender de la logística de Corferias la celebración pudiera transportarse al Simón Bolívar la afluencia de público sería mayor y podríamos soñar con algo cercano a los 2.3 millones de visitantes que en esta edición, con República Dominicana como país invitado, compraron algo más de medio millón de libros y dejaron en las registradoras alrededor de 10 millones de euros.
En Madrid optan por la practicidad antes que por la pomposidad. Así, en lugar de los gigantescos pabellones a los que venía acostumbrado en Bogotá, me sorprendió encontrar 361 casetas contiguas, cada una igual a la siguiente, obedientemente ubicadas por temas como eslabones de un ciempiés infinito de papel que se elongaba bajo el atardecer y se perdía más allá de donde llegaba la vista. Todas ellas con curiosos abalanzados sobre sus estantes y algunas colapsadas por filas interminables de fanáticos que esperaban pacientemente sus segundos íntimos con alguno de los 1.800 escritores que estaban invitados. Camino al baño era posible encontrarse a Julia Navarro, Rosa Montero, Jaime Bayly, Camilla Läckberg o Joaquín Sabina sonriendo y firmando libros sentados en una silla Rimax sin mayores pretensiones que tomarse selfies y pasar un buen rato con sus lectores.
La oscuridad tardía de estas noches de verano se cernió sobre el Retiro. Las casetas fueron cerrando progresivamente mientras las ventas de los últimos libros evadían la inminente echada de rejas y candados. En el bar improvisado cerca del Monumento de Martínez Campos, los comensales apuraban los sorbos finales de sus cañas y la mustia mujer con un libro en llamas que protagoniza el poster de la Feria nos despidió a todos con su inquietante mirada. Sin mucho más tiempo ni dinero, sabíamos que era la hora de partir. El ciempiés de papel se había ido a dormir.