Inercia social

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Aprendimos en el bachillerato que se denomina “inercia”, desde la física, a la resistencia que oponen los cuerpos a modificar su estado de movimiento o de quietud, ya sea para alterar su velocidad, su rumbo o para detenerse.

Aunque el término también aplica para las modificaciones de su estado físico, en estricto sentido no se puede decir que las sociedades (y las ciudades) se mueven por inercia, una expresión muy usada en nuestro medio para significar la inexistencia de fuerzas externas capaces de alterar el comportamiento de los asociados (o ciudadanos) Pero se dice.

Newton radicalizó este principio, mediante ley que ninguno ha osado todavía demandar, diciendo que los cuerpos tenderán a conservar su estado de reposo o movimiento hasta que se aplique sobre ellos una fuerza externa capaz de vencer dicha resistencia, que se conoce como “fuerza inercial”. Lo dicho, pero referido a la sociedad (y a la ciudad), que se mueven porque sus componentes están dotados de una energía que activa el movimiento de los músculos, mediante señales u órdenes sensoriales que se cumplen con el fin de cubrir necesidades “vitales”.

O sea, cada componente, cada día, abandona su estado de reposo (natural) para generar su propio movimiento autónomo. La sociedad en la ciudad, por su parte, ha creado (y consensuado) un sistema de reglas que armonizan la gran diversidad de movimientos, evitando así el enorme caos que se pudiera generar si no existieran. Son reglas y normas, visibles unas e invisibles otras, son la fuerza que permite a los componentes en movimiento andar, disminuir la velocidad o detenerse con meridiana racionalidad. Son la fuerza convenida (o aprendida) mediante la cual se protege la integridad y la vida de los componentes de la sociedad.

El uso inadecuado o el ningún uso de esta fuerza hace que se desgaste, que pierda su capacidad para transformar el estado de movimiento o quietud de los cuerpos vivos de la sociedad (y la ciudad), se pierda el respeto por las reglas y se pierda el respeto a los demás y, cuando se pierden la capacidad, el respeto a las reglas y a los demás, el control y la armonización del movimiento de los cuerpos en la sociedad y en la ciudad se vuelven un asunto muy difícil de resolver y, cuando se ha llegado al límite admisible, a quienes gobiernan la sociedad y la ciudad no les queda otra que buscar otra “fuerza” y entonces, recurren a la “fuerza pública”, como tabla de salvación.

Sí, la solución más cómoda aunque no la más barata consiste en “aumentar el píe de fuerza”, para que ese “píe de fuerza” haga que opere el sistema de reglas que la sociedad (y la ciudad) diseñó para liberarse del caos. La otra, es apretar las reglas, dotándolas de más fuerza o de “dientes”, que para el efecto es lo mismo, siempre y cuando sea el “píe de fuerza” aumentado quien ejerza a su arbitrio el cumplimiento de las reglas dentadas.

No me cabe la menor duda que a medida que en la sociedad (y la ciudad) se arrecie, como está sucediendo, el estado de movimiento o quietud irracionales no bastarán el “píe de fuerza” ni las reglas dentadas para imponer el orden y la armonía a los cuerpos inertes que la componen. Sugiere este escrito, examinar desde la física, la sociología, la antropología, la cultura y el arte fórmulas más dinámicas, creativas e innovadoras que las pobres y poco inspiradas ensayadas, para contraponer la “fuerza óptima” capaz de modificar el estado de los cuerpos a lo que viene.