Por el valor de la memoria

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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



Ya se fueron, vencidos por el tiempo, a sumarse a los millones de muertos de la Gran Guerra de hace un siglo, todos los que habían logrado sobrevivirla.
Así, los recuerdos de esa hecatombe se vuelven cada día más borrosos. El dolor de las tragedias suele impactar con más contundencia mientras viva quién pueda atestiguar sus horrores.

Ahora quedamos en las buenas manos de los historiadores. A ellos hay que acudir para que nos ayuden a sacar las lecciones que contiene ese episodio de destrucción del orden del mundo, que duró apenas cuatro años, pero cuyos efectos todavía no han terminado de pasar, aunque de ello no se tenga mayor conciencia.

Los grandes trazos de la desgracia de imperios como el Austrohúngaro, el Alemán y el Otomano, y de las heridas imborrables del Francés y el Británico, son bien conocidos. Pero en cambio quedan cientos de cuentas por hacer, en otras dimensiones. Los soldados desconocidos, además del escogido por el General Louis John Wyatt, suman millones. Como también van quedando relegados al olvido los mismos líderes políticos y militares de la época.

Víctimas fueron los familiares de quienes perecieron. También los de quienes lograron regresar a casa con el alma destrozada. Allí, en la retaguardia, las mujeres silenciosamente se habían tenido que ocupar de todo. Y la lista va mucho más allá de franceses, británicos, rusos, alemanes y austrohúngaros. Incluso más allá de los italianos, portugueses, belgas, griegos, serbios, rumanos, búlgaros, estadounidenses, japoneses y turcos que se sumaron a uno u otro bando.

Honores merecen más de cuatro millones de soldados o auxiliares de guerra, provenientes de otros continentes, obligados a actuar, con motivo de la confrontación, en los campos europeos. A una guerra entre cristianos fueron llevados musulmanes e hindúes. Jóvenes saludables traídos de la India, Canadá, Sudáfrica, Nueva Zelanda, Madagascar, Argelia, Túnez, Marruecos, China, Kenya, Vietnam y Nepal, fueron desplazados en los campos de batalla o sus alrededores. Con el atuendo de su lugar de origen, muchos de ellos entregaron la vida la vida por los intereses de imperios que les habían quitado su libertad y usufructuaban su riqueza

Víctimas de la guerra fueron más de quince millones de animales. Decenas de miles de perros fueron utilizados para rastrear enemigos, cazar ratas en las trincheras, o acompañar a los moribundos en el trance de su despedida. Los caballos, como en todas las guerras, ofrecieron la mayor cuota de servicio y de sacrificio. Hubo simios entrenados para dar señales de alerta.

En antiguos campos de batalla de la Primer Guerra Mundial cada año florecen amapolas, usadas como símbolo de recuerdo en honor de los caídos. En ocasiones, y con inusitada frecuencia, los cultivadores de lechugas de Bélgica encuentran todavía racimos de granadas sin explotar, cubiertas de pátina, muestra de cómo las guerras son cosa de casi nunca terminar. Mientras el mundo observa con preocupación, justo cien años después, el renacer de síntomas parecidos a los que precedieron a la “Gran Guerra”.

Ahí tenemos otra vez las guerras comerciales, promovidas ahora por antiguos campeones de la apertura. También la discriminación de nacionalidades, la práctica de la arrogancia, el resurgir del nacionalismo como bandera que invita al aislamiento, la ruptura de consensos y la inocuidad de los pactos, bajo gestos de corte imperial.

La reunión, en París, de líderes de diferentes países, con el propósito de conmemorar el Armisticio que puso fin a las hostilidades de la primera guerra general europea, no alcanza a compensar el debilitamiento de la institucionalidad internacional llamada a apaciguar los brotes de anarquía que amenazan la paz del futuro. Parecería que, a pesar de los esfuerzos de la diplomacia multilateral, los organismos internacionales llamados a convertirse en escenario del diseño de algún orden aceptable, se quedan cortos ante el empuje de los promotores del desorden, en su propio provecho.

Europa, que tanto había logrado con los adelantos de las instituciones comunitarias, no solo observa con preocupación el retorno de propuestas nacionalistas, sino que está a punto de sufrir las consecuencias de la desunión con la Gran Bretaña.

Aniversarios como los de estos días deben servir no solo para que haya nuevos ajustes de cuentas entre amigos o enemigos tradicionales, dentro del grupo de las grandes potencias. Mucho más que eso, deben ser ocasión para que, por todas partes, se prendan los faros que impidan a los navegantes encallar en los dogmatismos, las aventuras nacionalistas, el aislacionismo y la falta de voluntad de cooperación que suelen llevar a las catástrofes.
La humanidad reclama acciones que hagan efectivo el valor de la memoria, que no es otro que el de ayudar a evitar que se olviden los horrores de la guerra, se caiga en el embrujo de los encantamientos perversos y se cometan los mismos errores del pasado.


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