Padre Páez…una medallita

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Podría tener los catorce y él pasaba los veinticinco cuando lo vi desde lo alto del coro de La Catedral, tirado boca abajo con las manos entrecruzadas sobre su rostro encima del piso de mármol del Altar Mayor. La singular imagen me impresionó. Parecía una gran ave que ya no volvería a levantar vuelo.
Ceñida a su cuerpo por un cíngulo de seda y una estola el alba cubría su corpulencia de tal manera que sólo dejaba ver la suela de unas cuatro coronas de estreno y una recién rasurada tonsura. Silencio inmaculado en el recinto para escuchar los canticos sagrados de los presbíteros presididos por Monseñor Forero y García para la ordenación del primer sacerdote samario.

Fue realmente un acontecimiento sin precedentes en la historia de Santa Marta, una ciudad de no más de 40 mil habitantes. La vocación sacerdotal había tocado la puerta de la feligresía y prometía tocar el corazón de jóvenes que comenzaban a interesarse por la educación en el Seminario Conciliar San Vicente de Paul de la Avenida de El Libertador, donde siempre ha estado. Ciertamente, los ímpetus duraron muy poco, porque tiempos después se siguió ordenando a sacerdotes de otras latitudes de Colombia, que llegaban animados por los aires de santidad que se respiraban en la ciudad, considerada por algunos refugio espiritual o lugar de retiro.

Lo vi por primera vez en el sector conocido como Los Manguitos, detrás del colegio de Iguarán, antes de La Coquera, donde vivía con Mercedes Mares, Betty y Ana Gómez. Había una enorme cercanía entre su familia y la mía. Mi papá los visitaba a diario como si ese fuera su segundo hogar y el primero, nos enseñó a respetarlos y a quererlos como parte de la familia. Lo volví a ver en el Seminario. Devoto, alto y fornido, de piel trigueña, buenmozo, que medía sus pasos por los pasillos de clausura concentrado en su breviario, percatándose seguramente sin que yo lo notara de mi presencia en el seminario menor. Fue la primera fiebre samaria de acompañar la insistencia del Padre Lorenzo Rosas desde el externado una vocación que jamás volvió.

Le perdí la pista. Por despistado y confundido como andábamos muchos con los acontecimientos de la década que amenazaban la estabilidad política de la región latinoamericana, mientras el fantasma del que hablaba V.I. Lenin comenzaba a recorrer el mundo, el comunismo. En Colombia se inauguraba con Guillermo León Valencia en 1962 el Frente Nacional para ponerle fin a la dictadura de Rojas Pinilla. Se afianzaba la Revolución Cubana de 1959 en la isla y los Estados Unidos intentaban aplicar un bálsamo a sus desafueros contra los países pobres de América Latina, 20 mil millones de dólares en la Alianza para el Progreso, intentando frenar el auge revolucionario que se extendía como mancha de aceite con nombres como el del padre Camilo Torres Restrepo y su Teología de La Liberación a la cabeza.

Todo se juntó para que la sociedad evolucionara y el tiempo pasó. Cuando lo volví a encontrar, ya no era más el “Padre Páez”, como lo llama Ricardo Daza. No sé qué pesó más sobre su decisión de someterse a una larga espera para lograr la dispensa papal y colgar definitivamente sus hábitos. La fuerza de su amor por Rochi. Lo sentí feliz y entregado a apoyar la causa “Colombia un Estado Regional” de su buen amigo Alberto Mendoza Morales, arquitecto y urbanista de la Universidad de Chile, presidenciable, que asumió el ordenamiento territorial del país como un horizonte histórico que llega a las entrañas de la nacionalidad.