Ayudando crecemos

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Como es sabido por todos, el Dane “contribuye a la comprensión y al progreso del país, a través de la producción y difusión de información estadística”. Esto dice su misión corporativa.

Pero, por muchos años, desde su creación en octubre de 1951 como Oficina Nacional de Estadísticas de la Contraloría General de la República, pasó por ser una entidad mentirosa, cuyos datos había necesariamente que usar por ser la única oficial con la función de mostrarnos en cifras la realidad nacional. Aunque siempre nos dejara el tufillo de una oscura manipulación gubernamental detrás de la respuesta a cada situación censal, índice de precios o cobertura de servicios.

Por ello, durante algunos periodos fue blanco de críticas y bufón de risas de editorialistas y caricaturistas que se mofaban porque no existía “cercanía entre los resultados publicados y la realidad circundante”. Nunca tuvimos la certeza de tener la población que el Dane nos entregaba meses después de realizado el censo. Es que a nivel territorial, un mayor número de habitantes le abría a los politiqueros de turno la posibilidad de fraccionar departamentos y municipios para crear nuevos a los que pudieran incluir en el reparto de la “torta” fiscal, elevando así su cuota de poder burocrático en las provincias.    

En los tiempos modernos, ante la presión que ejercen organismos internacionales, la preocupación estadística está centrada en ajustar “a cómo de lugar” los índices de pobreza, pobreza extrema y miseria, para que podamos ponernos a tono con los indicadores de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) avalados por Naciones Unidas. Tal vez por el carácter global o por su finísima especialización estratégica, ahora lo que diga o deje de decir el Dane a la opinión pública la tiene sin cuidado. Ya muy poco se habla de este departamento administrativo y se asume como un “mal necesario”. ¿O me equivoco? O Acaso, ¿alguien sabe cómo se llama su actual director?      

Pero siempre al final, hay cosas que no encajan. Que no nos cuadran y no terminan de convencernos, porque a donde uno mete el ojo hay un venezolano, hombre o mujer con niños lustrando calzado, vendiendo tinto, churros, confites, agua, pañitos húmedos de contrabando, mandarinas, limones y nísperos, sirviendo en restaurantes, motilando en las aceras, pegando ladrillos, reparando cañerías, conduciendo, limpiando parabrisas en los semáforos o exhibiendo letreros en los que se alcanza a leer: “Soy venezolano, tuve que salir de mi país por la situación que allá se está viviendo. Ayúdame”. ¿Cuántos hay? Nadie sabe. Quinientos mil o más de un millón regados por todo el país, indocumentados, viviendo hacinados en inquilinatos o dispersos en parques, atrios, plazas y andenes, sumándose a la larga lista de vendedores ambulantes y estacionarios nuestros que el Dane (para creerle) ya contó y registró por encima de las líneas de pobreza y miseria.

Una consecuencia de esta situación, así el Estado trate de ocultarla, es la distorsión exagerada, explosiva y violenta que genera en los indicadores que miden nuestro desarrollo. Contra la negligencia, la improvisación y la falta de recursos e infraestructura se enfrenta la urgencia de atender la creciente demanda de servicios públicos, salud, educación y seguridad principalmente para propios y extraños. Si se quisiera ayudar a los hermanos venezolanos ya se habrían tomado medidas eficaces para controlar su ingreso a Colombia y se habría convocado la realización de un conteo de colombianos en condiciones de pobreza, que nos diga cómo estamos con relación a ellos, que nos permita, aplicando el principio de solidaridad, diseñar políticas que los incorporen como fuerza útil en la tarea de ayudar.