Aún están frescas en la memoria de los samarios las imágenes del asesinato del vigilante Rafael Alejandro Viloria a manos de delincuentes que lo masacraron a piedra y cuchillo.
A la delincuencia la multiplica la certeza de la impunidad. La idea de una delincuencia “incorpórea” a los ojos de la ley, inmoviliza a la sociedad y la debilita frente a la violencia. Lo que acontece en el vecindario es pan de cada día. Nadie reclama por un vidrio roto, por un carro abandonado sobre la acera, por basura o mierda de perro en el jardín, ratificando de esta manera, la tradición de impunidad de quienes ni siquiera tienen la fuerza para hacerse cargo de las transgresiones menores. Vamos acumulando hechos punibles, porque nos da igual acusar o no al transgresor ante una justicia y una policía corruptas.
No es fácil entender la pasividad del vecindario que inerme vio matar a un cristiano desconocido, que pudo ser uno más de la gallada.
Más del 70% de los delitos urbanos se llevan a cabo en los sectores más pobres, a pesar de la precariedad del botín a disposición. No es muy nutrido el repertorio de la sicopatología moderna, como los asesinatos en serie, pero es amplia y variada la conformación de ámbitos delictivos en ellos. Hay barrios que son refugio de “jaladores”, “fleteros”, “jíbaros” y “extorsionistas”. En donde los delincuentes se mueven “como pez en el agua”. Se sabe sobre “ollas” que hierven, pero nadie se atreve a destaparlas, porque éstas prácticas son su fuente de trabajo predilecta.
El medio, bajo estas circunstancias, se enrarece y se torna fiero, cancelando toda solidaridad a favor de la sobrevivencia, bajo la excusa de la indefensión. Por eso, los más voyeristas del vecindario, impávidos, lo vieron desfallecer bajo las embestidas del puñal que se hundía una y otra vez en su costado izquierdo y de las rocas que caían insistentemente sobre su cabeza. A ninguno se le ocurrió llamar a “la patrulla del cuadrante”, espantar, gritar, alarmar, clamar, parar la agresión contra el vigilante frágil e indefenso, que se atrevió a pedirles le devolvieran lo que le habían hurtado la noche anterior.
De seguir así, la violencia caerá con todo su peso y morbo sobre nosotros y sobre nuestras familias. Viviremos como una fijación la certidumbre de sentir la víspera el acontecimiento terrible e irreparable, estaremos per se entre un asalto y el siguiente y entre la falsa tranquilidad y la mala noticia si no hacemos conciencia y le exigimos a las autoridades romper su silencio (¿cómplice?) y reaccionar con menos ínfulas, pero con más decisión y coraje, induciendo nuevos modos de vida desde la ética con el ejemplo y, desde el arte, la cultura, el deporte y la educación con políticas de reconciliación y convivencia por la igualdad; con el valor con el que lo hizo Viloria, para que uno de estos amaneceres despertemos optimistas y desde esa misma noche volvamos a dormir con las puertas abiertas.