El niño que empuja

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Sentado en el mismo lugar que los clientes del banco esperan un guiño de la emperifollada y estirada empleada que les ayudará con el préstamo que no caminó o con el sobregiro que no se cubrió.
Desde allí, degustando un exquisito café serrano que me ofreciera la “del tinto”, sólo porque le caí en gracia, veía cómo un niño de dos o tres años empujaba la pesada puerta de vidrio tratando de entrar. Insistía poniendo todo su empeño y su diminuto cuerpecito, presionaba y cuando abría una hendija, metía su bracito izquierdo y más atrás la cabecita, teniendo que regresarse para intentarlo de nuevo. Tantas veces como fue necesario hasta finalmente lograrlo.

Esta imagen de “el niño empujando”, me hizo recordar a los cientos de miles de venezolanos (350.000 han llegado en los últimos seis años) tratando de traspasar la puerta de vidrio; así el tamaño de las cifras de inmigrantes venezolanos nos diga que para ellos no es tan difícil, siendo Colombia uno de los primeros destinos que ellos eligen por la cercanía, el idioma, la temperatura, las fronteras abiertas, los lazos familiares que aún subsisten y una muy vaga ilusión de trabajo y estabilidad laboral. Pero sobre todo, un ambiente de informalidad e ilegalidad que les permita mimetizarse, mientras se rebuscan el sustento diario.  

Es un proceso migratorio semejante a los provocados por las múltiples formas de violencia que asediaron desde los años treinta al campo colombiano y expulsaron a grandes contingentes campesinos con similares características hacía las ciudades: masa de población desplazada, desorientada, deambulando como fantasmas, con bajos niveles de escolaridad (8 de cada 10 tienen educación primaria), con niños menores de once años (1 de cada cinco adultos), mendigando ante las entidades del Estado y los particulares alimentos, salud y educación.

Son las capitales de los departamentos de la Costa Caribe y Norte de Santander los lugares de su predilección: Cúcuta, Barranquilla y Cartagena con el 16,1% de inmigrantes cada una; Santa Marta, Sincelejo, Montería y Valledupar con el 5,9% de los que llegaron desde el 2011 (DANE). Estas ciudades muestran cifras de informalidad superiores al 60% (Informe de calidad de vida 2016 – ciudades de la red “cómo vamos”) y sus índices de pobreza monetaria y pobreza extrema coinciden, sobrepasando el 20% y siendo Santa Marta la del comportamiento más elevado (35,1%)

No paran -como el niño- desde el 2011 los venezolanos de empujar la puerta de entrada. Siguen sumando a la larga lista de quienes abandonaron las áreas y los quehaceres rurales, presionados por la guerrilla liberal-conservadora, por las guerrillas de nuevo tipo, por los paramilitares y por las condiciones de pobreza a la que los sometió el Estado colombiano. Dicen las malas lenguas que samarios natos (en Santa Marta) hay apenas un 25%. Entran los inmigrantes pero nunca salen. Se disputan el espacio urbano con los nativos, los servicios y las oportunidades de trabajo, pero la oferta oficial y de mercado no se ensanchan, por el contrario: hace crisis, se estrangula.

Es una competencia que, por más paciencia y espíritu solidario que se tenga, genera zozobra, angustia e inconformidad. Se crea un clima de “sálvese quien pueda” en el que lo único que prospera es el caos y la inseguridad, a las que las autoridades nacionales y locales interpretan como “brotes de intolerancia”, que supuestamente hay que controlar a punta de “garrote, códigos y multas”, como armas que impidan las riñas callejeras, el maltrato a la población indefensa y a los animales, el abuso a menores, el hurto, el consumo y tráfico de drogas, la estafa, el soborno, la extorsión y el homicidio; como si estás fuesen la causa y no las manifestaciones de un mal que nos corroe desde las entrañas.